La primera parte de Don Quijote
estaba llegando a su fin, cuando Cervantes, cuya aversión a la
novela de caballería lo tenía comiéndose los muñones, dedica unas
líneas a dar un repaso a la comedia, recordando la opinión de Marco
Tulio Cicerón, quien manifestó que tal género debía ser «espejo
de la vida humana, ejemplo de las costumbres y imagen de la verdad».
De repente,
acudió
hasta mi maltrecha cavidad cerebral el
recuerdo del discurso que Pérez Galdós leyó con motivo de su
ingreso en la Real Academia Española: «Imagen de la vida es la
novela, y el arte de componerla estriba en reproducir los caracteres
humanos...». Por si acaso, contenga las ganas de ver arder mi
cuerpo en una pira excitada,
que esto no es lo que
parece.
Rosalía
(hacia 1872) Benito
Pérez Galdós.
Las
grandes casualidades existen y Alan
Smith -un
galdosista de pro-
tuvo la fortuna, allá por 1979, de ser el descubridor de un
manuscrito
en el reverso de la Segunda Serie de los Episodios Nacionales,
descubrimiento que se unió al que en el mismo sentido realizara
otro relevante estudioso
del español universal,
Walter Pattison,
en su caso, el reverso
que atesoraba cierto número de páginas de la obra inédita fue el
manuscrito de Gloria.
Así y tras dedicar
años de trabajo en su
reconstrucción,
Smith
logró dar coherencia al
texto que
protagoniza esta pieza
literaria y que
Ediciones Cátedra publicó en 1984.
Y aunque
es una novela incompleta,
«¡Voto
a Briján!» que es Pérez Galdós: El
maestro; y
aunque exista cierto consenso (o tal vez una unanimidad que ya habría
querido Estanislao Figueras), en
no considerarla parte de esa familia, creo
que Rosalía
podría tener nexos con el conjunto de las llamadas novelas de tesis,
mas para discutir mi tímida afirmación, lea el texto.
Personajes con alma
cervantina
Me
adentro en las entretelas de varios personajes en
cuya lista no puede faltar el autor, quien
con su permanente diálogo con el lector,
a
pesar del malestar
que
eso ocasiona
a
un conocido premio
Nobel, que agarrado a la sombra flaubertiana
enumera no sé qué pecados de eterna condenación, ahí
está para el disfrute del leedor. Mire
usted si el papel del narrador es importante, que incluso el lector
será testigo de cómo
se implica, hasta el punto de mostrar su preocupación por el devenir
de alguno de los personajes.
Pero vayamos al meollo.
Cuando
entra en escena, de
Rosalía se
afirma que
«era feliz aunque ella misma no lo supiera», porque
dado su carácter y su educación «ella misma se había forjado un
limbo» en el que habitar sin mayores pesares, hasta
que la vida se empeña en alterar la existencia más insignificante
ocasionando una reacción en cadena de la que ya se verá cómo
diantres se sale. Si bien intenta cambiar, diría que por
ahí anda
la clave de bóveda de su edificio moral; a pesar de que en tal
sentido sea animada por otro personaje -Horacio-
(quien descarga sobre los hombros de Lía todo
el peso de la rebelión
mientras
sopesa hacia dónde ir con su fe),
la
protagonista es hija de su entorno, de un tiempo histórico que sería
un disparate intelectual condenar desde la comodidad (ignorancia,
prejuicios y ofensas azucaradas) del siglo XXI, y
digo esto
porque
resulta que ahora es menester entrar en tales matices y así poner
freno al
devastador
virus de la escasa comprensión lectora.
Toca
el turno a
don Juan Crisóstomo de
Gibralfaro. «¿Necesitaremos decir que era carlista?», lo
era, tanto
«como es carnicero el león y medroso el ciervo». Me
refiero al padre de dos criaturas, Rosalía y Mariano, para quien la
vida es el
resultado de
estar ubicado entre los muros de la casa, saber
que en el interior de las arcas propias se apiña una gran cantidad
de monedas, aunque las apariencias hagan intuir más de lo deseado, y
por
último,
acudir a su mentor tanto como a La Esperanza, ‘pozos’ de donde
extrae los cubos rebosantes
del néctar con
el
que hidrata cuerpo
y alma.
Como
sea que presiento cierto estado de agitación en torno a lo aseverado
allende el arranque de este texto, sepa que mi afirmación en torno a
la esencia cervantina que se desparrama en Rosalía,
aparece
tras
el ejemplo expuesto más arriba y se va extendiendo entre otros
intervinientes, por ejemplo, cuando
de describir a Don Juan se refiere, trasladando al lector hasta
Alonso Quijano, diciendo:
«Era en lo físico de edad poco menor que la del siglo, de carnes
enjutas, cuerpo largo, muy derecho de andadura...» mientras que de
los asuntos alimentarios que se estilan en la casa de Crisóstomo,
Galdós vuelve al guiño hacia Don Miguel: «En la olla no cabe duda
(…) que más abundaba la vaca que el carnero, aunque la carne de
éste regocijaba extremadamente a nuestro héroe...». Ocurre algo
similar con el pobre diablo de Cayetano Guayaquil,
un indiano a quien su regreso con las alforjas repletas dejó con las
vergüenzas al viento. De éste tipo se dice que atrapado por una
pobreza crónica vergonzante que consumía a la familia, el bueno de
Cayetano «que no se desdeñaba de manejar el arado y la hoz, cual si
fueran las más gloriosas armas de la caballería andante», resolvió
irse por esos mundos.
Pero
aunque he dicho lo escrito (!), a la personalidad de Don Juan habría
que añadirle otra faceta, una que emparenta con ese momento cumbre
de la
Margarita Gautier retratada
por Alejandro Dumas,
cuando ella, pobrecica
mía,
cree ver una súbita recuperación de
su devastadora enfermedad y
los
lectores con
el corazón en la boca,
asistimos al trágico final cuya
descripción me reservo por pudor. No
queda aquí el asunto, porque ausente de mi espíritu cualquier
pretensión de emular a un minero, mas, cuando también esa actividad
ahora está muy mal vista, golpeo con una barrena ecológica
hasta desentrañar la presencia de Charito, atrapada en una suerte de
empanada caballeresca, de
mina improductiva, que
confundiendo
la ficción con esa
anhelada realidad que era incapaz de sujetar, optó por convencerse
que no existe mayor presente que fiar todas las expectativas a unas
páginas pobladas de sandeces (como
esas historias de caballeros andantes que tan mal cuerpo ponían a
Miguel de Cervantes) e
intentar emular las proezas escritas
que
ella devoraba sin tino alguno.
No obstante, y
como si formara parte de alguno
de esos episodios de
lucidez que visitaban
al Caballero de la triste figura, Rosario
se enorgullecía de
haber leído La
dama de las camelias
«doce veces y media, viéndose afectada de vagos deliquios y de
dulces arrobamientos durante tan grata tarea». En
definitiva, la gran admiración que Galdós sentía por Cervantes se
plasma en esta novela a modo de homenaje y asunción del discurso del
genio alcalaíno, añadiendo una sentencia del autor grancanario a
cuenta de dos pasiones que conducían al embrutecimiento: «Dormir y
leer novelas españolas de las de a cuartillo de real la entrega»,
en
este caso,
como
diría Armas Marcelo, dispongo de
tiempo para discutir sobre
eso.
A
modo de conclusión
Esta
novela condensa una parte importante de los asuntos que preocupan a
un Pérez Galdós que cuando la escribe tiene veintinueve años: El
empleado público, la
religión, el
papel de la prensa y
la opresión que sufre la mujer.
Como podrá ver, por
tres de ellos
pasan los siglos sin apenas cambios significativos, a pesar de haber
desaparecido el manguito del oscuro oficinista, sea ministerial,
local o
el
jefe
de una estación de ferrocarril,
como también sucede con la tecnología digital en
los
periódicos,
mientras
que con respecto a la mujer, me parece que hemos avanzado tanto como
para no insistir en ver trogloditas por doquier: Las españolas
pueden hacer lo que deseen y no precisan de observatorios desde el
que
escrutar
cada una de sus decisiones
como si sufrieran algún tipo de minusvalía congénita.
¡Oiga!,
¿Qué pasa con la Iglesia?, ―pregunta
un lector anónimo. Pues pasa que con ella ¿o
serán ellas?
hemos topado.
Refiriéndome
al primer asunto, Don Benito no pierde la ocasión de
‘acariciar’ la faz de unos
empleados públicos convencidos, tanto
ayer como hoy,
de que únicamente deben lealtad al empleador mientras que el usuario
(contribuyente)
no es más que un mal necesario del que sólo puede esperarse
preguntas, dudas y zozobras.
Del
alimento espiritual, el maestro dejó buenas muestras de lo que
opinaba a lo largo de su producción literaria y en el caso de
Rosalía,
el honor de las dudas, quebraderos de cabeza y pesadillas varias,
corresponden
a Horacio Reynolds, un sacerdote protestante a quien el naufragio de
un barco lo conduce a otro hundimiento
cuyas
vías de agua tienen que ver con el alma y el músculo cardíaco. El
inglés que llega a España buscando sin haber hallado, encuentra la
felicidad que se torna en angustia. Se debate entre su obligación
familiar, la amenaza de vida disipada o quién sabe si una vuelta de
tuerca teológica. Surge la cuestión moral de unos y otros.
Incluso
Mariano, el hijo díscolo de Don Juan Crisóstomo, el cabeza hueca
que se hunde en las trampas que
Madrid
pone a sus pies, alcanza el momento cumbre de su existencia hasta
el punto que su alma «experimentó una vivísima y repentina
iluminación» de esas «tan raras en la vida, que permiten ver en
todo su horror» los abismos de maldad que tenemos en ella. Respirar
profundamente y abrazar el arrepentimiento fue todo un descubrimiento
para el causante de las penas paternas.
Se
refiere Galdós a la prensa con una contundencia que deja entrever
los aromas pútridos nacionales
y
que Henrik Ibsen, en
otro contexto,
reflejaría diez años después en Un
enemigo del pueblo.
Resulta
que un tal Picio, plumilla que sobrevive entre el sablazo y un hambre
casi endémica, confiesa que el periódico para el que trabaja ha
dejado de enarbolar la defensa de las clases conservadoras porque
esos desagradecidos les han retirado la subvención «y nosotros
necesitamos vivir, de aquí que tengamos ahora que atacarlas». Así
que la línea editorial pasa al ataque lanzando lemas como «Guerra
al capital, guerra a la propiedad y guerra al monopolio». El diario
se llama La Antorcha y en palabras de Picio, es un «periódico
atroz», añadiendo que desde que han variado el rumbo «no sabe Ud.
cómo ha aumentado la suscribción
(sic)».
Repito:
la novela se escribió en torno al año 1872, no
sea que algún espíritu calenturiento vea similitudes con estos
tiempos que padecemos.
Podría concluir con una
sucesión de loas y fuegos de artificio, mas prefiero llegar a este
humilde punto y final.