jueves, 17 de septiembre de 2015

Esperando respuestas, encontrando plomo


Dos disparos certeros provenientes de un 38 Especial de cuatro pulgadas dieron al traste con su vida. Una existencia que estuvo plagada de claroscuros, tantos como los que poblaban la habitación que hizo las veces de morgue.
Carlos Sánchez no poseía cualidades dignas de tal nombre, salvo que se entendiera por tales, su desmedido apego al bourbon y la querencia hacia los asesinatos, pero sólo en su fase de investigación, a pesar de cierto runrún en sentido contrario: Más de cuarenta en apenas tres años de ejercicio como subinspector de Homicidios con un resultado positivo en apenas veinte casos. Interpol dixit o no dixit
Pero el que sería su último trabajo atrapó a Carlos desde el primer instante tras recibir la llamada telefónica del oficial de guardia.
    -Un fiambre para el caballero. Muchos trozos para que el señor se tome el tiempo que le apetezca.
La escena del crimen no podía tener peor pinta: Una mujer a la que habían amputado el pie izquierdo y todos los dedos de la mano derecha. Junto a su mano izquierda, una nota con un escueto: ¿Por qué, amor?

Las pesquisas iniciales le condujeron a El Séneca, un bar cuyo único viso de legalidad estaba asociado al suministro eléctrico y si bien el resultado de su visita se limitó a las insinuaciones de un señor de moral disoluta y un par de tragos, el impertinente caballero dejó caer una sentencia:  Le pierden los excesos.
De regreso a la comisaría, Carlos no pudo apartar de su mente la imagen de Elena en medio del charco de sangre, como tampoco logró borrar la sonrisa despreciable del forense a quien estos asesinatos aburrían. Gajes del oficio, se repetía.

Pasaban cinco minutos de las dos de la mañana cuando se despertó empapado en un sudor frío. Y no, esta vez el malestar no estaba relacionado con los excesos etílicos. El madero creyó haber encontrado una pista fiable que resolviera ese crimen.
Sin pensarlo demasiado se puso en marcha dirigiendo sus pasos, otra vez, al tugurio en el que encontró al tipo con el que, horas antes, había intercambiado unas palabras. Y de todas ellas, únicamente le pierden… había suscitado su interés.
    -Vaya, el subinspector por aquí ¿Le ha gustado el ambiente minimalista?
Sánchez contuvo la sonrisa pero no así su gancho de derecha con el que sentó en la mesa al chistoso, que sin tiempo para reaccionar, se ofreció a responder las preguntas mientras que con una servilleta enjugaba unas tímidas lágrimas.
    -Mira chaval seré muy sincero: Me das las respuestas que busco o di adiós a esta plácida existencia.
Bastaron cinco minutos para que el poli viera satisfecha su curiosidad. Un tiempo que en el mejor de los casos podría transformarse en ese epílogo que todos portamos y al que se le adeuda el párrafo final.

Tras montar en el viejo Pontiac Firebird del 67 aceleró hasta un almacén junto al río. Allí vio una luz encendida hacia la que se dirigió. Lentamente, el agente se internó en el edificio sin atisbar que era una trampa.
Las luces se apagaron y Carlos sintió una punzada aguda que le hizo doblar las rodillas. Al despertar vio la macilenta cara de un tipo que cargaba el tambor de un revólver. En la lejanía, My baby just cares for me, aderezaba los minutos sin que Carlos pudiera contener una leve sonrisa.
    -Eres un verdadero hijo de puta con cierto gusto musical. Los cabrones de tu estilo casi siempre tan… Despéjame una duda ¿Por qué la asesinaste?
Es evidente que no fue la mejor actuación de su vida pero no es menos cierto que por piedad o lo que fuera, el cabrón tuvo a bien responder:
    -Jamás he soportado que nadie, ni siquiera mi madre, me llevase la contraria en ningún aspecto de mi existencia. De esta puta vida ¿Lo puedes entender? Pues Elena no lo comprendió y aún menos cuando le di el primer golpe y a pesar de su cara de incredulidad me preguntaba: ¿Por qué, amor?
Las detonaciones del viejo revólver del calibre 38 Especial de cuatro pulgadas fueron tan certeras como descorazonadora es la propia existencia.

miércoles, 12 de agosto de 2015

El trazo fino del abusón catódico (Cuando el verdugo sólo es la víctima)


Aunque no esté bien que lo diga yo, puedo afirmar sin duda alguna, que fui un niño bueno, solidario, amante de los animales y piadoso, hasta el punto, de que llegué a valorar la posibilidad de ingresar en una orden monacal. Desgraciadamente, la experiencia como monaguillo alejó de mi la inocente pretensión: El cura nunca quiso repartir el vino entre el personal eventual.
Pero como el tiempo todo lo cura (cicatriza) me refugié entre los cálidos brazos del novedoso aparato de televisión. Una caja que aún no había sucumbido a la tontería del maldito zoom de Valerio Lazarov, si bien, con Uri Geller a la vuelta de unas cucharillas.

Desde un principio tomé la decisión de no sentir un exceso de apego por las series de dibujos animados que poblaban la pantalla, creo que aquella determinación me libró de ser un adulto atrapado por innumerables mitomanías ¡Qué ingenuo he sido!
No obstante, considero que es el momento de ir al meollo de la cuestión y que en mi caso no es otro que los recuerdos animados que dejaron algunos personajes; de fino trazo unos, de insoportable existencia, otros.
Entre los primeros, se encuentran El Coyote o Silvestre. Por el contrario, el lector sagaz (entre los que se encuentra usted) habrá adivinado que el Correcaminos o Piolín ocupan un lugar destacado en el altar de la ignominia, de la mayor miseria moral que se haya dibujado hasta la fecha. Porque nunca tan pocos exhibieron tanta mala baba en 24 fotogramas por segundo.

Y empiezo por El Coyote, (Canis latrans) un bicho entrañable que junto al despreciable Correcaminos (Geococcyx californianus) vieron la luz en 1949 de la mano del animador Chuck Jones, quien para su creación se inspiró en un libro de Mark Twain titulado Roughin It en el que el inolvidable padre de Tom Sawyer señalaba la posibilidad de que coyotes hambrientos pudieran cazar correcaminos.

Resulta evidente que atrapar a semejante engendro corredor nunca pasó de una posibilidad, si se tienen en cuenta la sucesión de fracasos a los que se vio abocado El Coyote, y eso, a pesar de que usara 126 productos de la Corporación ACME: La entrega en cuerpo y alma de uno, su compromiso ante un objetivo tan básico como alimentarse, frente a la insolencia, el desprecio y el mayor de los pitorreos del Correcaminos, que vendido como graciosa víctima, siempre fue un ser despreciable. Un ave egocéntrica protegida por unos dioses a los que sólo importa; tanto ayer como ahora, defender al fuerte y condenar al eterno desaliento a quien busca el honor con el sudor de su frente. Luego hablarán de las metáforas y de otras zarandajas.

Dispuesto como estoy, por si queda alguna duda, en pasar al cobro algunas facturas, tengo a bien dirigir mi atención al universo que el maestro Friz Freleng creó en 1946. De entre todos sus hijos me detendré en la figura del gato Silvestre, un precursor de lo que tiempo después hemos dado en llamar pringao
Un ser en cuya vida se cruza un cargante pájaro canario que responde al nombre de Piolín y que convierte al minino en un alma en pena y sin bocado con el que homenajearse.
Es imposible escuchar la enervante frase: “Me pareció ver un lindo gatito” y no sufrir un ataque de ira. Además, en este caso, el gato no sólo es una clara víctima de un abusón, enano y cabezón; en el día a día de Silvestre se cruzan varios personajes que hacen de su existencia un calvario: Desde el canguro experto en boxeo que lo muele a golpes, pasando por el bulldog zumbado y acabando en la entrañable abuelita, candidata a quedarse sin la pensión ni plaza en el geriátrico.

A veces, concluir no es más que un alto en el camino, un pretexto que sirve para retomar con nuevos bríos la empresa en la que hemos puesto nuestras ilusiones. No obstante, antes de finalizar mi particular reivindicación de la memoria histórica de dibujos animados, haré parada y fonda en el muelle por donde arrastra sus miserias el infumable Popeye, nombre que en el argot de la mar anglosajona significa ojo tuerto.
El marinero de la cachimba salió del trazo del norteamericano Elzie Segar apareciendo en una famosa tira cómica en 1929, evolucionando de un papel secundario a un protagonismo abyecto. A todas luces infumable, pero que se justifica, entre otras razones, dada su afición a la ingesta de espinacas, (tan sobrevaloradas) a las que algunas malas lenguas (leyendas urbanas dixit) atribuyeron propiedades alucinógenas ¡Malditos conspiranoicos!

Pero en el universo popeyero, existen Brutus y Olivia. Ésta, atrapada en lo que podría considerarse como una existencia dual, una doctora Jekyll, una señora Hyde: verdugo ante la insistencia de quien es un sempiterno acosador, Brutus, y una evidente víctima del más rancio machismo encarnado en la figura del carahuevo de Popeye.
Un quiero y no puedo en el que un detestable Coco Liso, hijo por correspondencia del prota, (asunto que habría requerido la intervención de alguna ONG pro-infancia), participa de una existencia infame, absolutamente alopécica. Nada bueno puede esperarse de alguien, teniendo semejante espejo en el que mirarse.
De Olivia Olivo, nuestra dama, convendría decir que transita entre el postureo a lo brutus, del que huye al grito de: ¡Popeye, socorro! para tiempo después, dejarse alabar nuevamente por el salvaje y dedicando, por enésima vez, sutiles carantoñas a su actual novio. Puro estereotipo, que como sus compañeros, hizo un flaco favor a su existencia de ficción.

Llegados al final, recordaré que a pesar de los pesares y los sustos en el baño, las espinacas no tienen propiedades extraordinarias, por mucho que se afirmara que estas plantas presentaban un alto contenido en hierro. Un error, que aunque se descubrió en los años 30, no fue publicado hasta que en 1981 argumentos científicos así lo evidenciaron.
A pesar de las medias verdades verdes, una certeza acompañará el resto de mis días: Los malos modos no conocen hábitat, sea éste fruto de sutiles trazos a lápiz o hijo del más rancio ADN.

 Brutus ¿Tú también?

miércoles, 5 de agosto de 2015

El primer impulso


Algunas ilusiones evolucionan de la misma forma que nuestro esfínter: pierden la solidez inicial y degeneran hasta que no pueden contener o el bagaje de nuestra niñez o las archiconocidas secreciones. Y en esas disquisiciones andaba Walter hasta que un butacón estilo Jorge III se cruzó en su vida. Un exuberante Orejero clásico al que se había añadido un reposapiés que se extendía tras accionar una palanca ubicada en uno de sus laterales.
    No es posible, dijo, mientras contenía una sutil lágrima que amenazaba con deslizarse por alguna de sus mejillas.

Tras una adquisición algo accidentada fruto de varios malentendidos con el propietario de la tienda, entre los que (según varios testigos) hubo alguna que otra amenaza de muerte, Walter del Cristo von Update, ubicó el mueble en el salón transversal del que desalojó, sin miramientos, a un estimado amigo al que había ofrecido cobijo una década antes
    Eres un objeto inservible, decadente; un puñetero trasto inútil que ni siquiera merece una prestación contributiva.
A todas luces, cómo entenderlo de otra forma, el que fuera viejo camarada de vejaciones y exabruptos de los que habían sido objeto, sobre todo, antiguos encargados de negociados y departamentos de atención al ciudadano, había perdido todo predicamento ante un Walter mutado en ácido crítico social. Un Marvin Harris algo caníbal y rey de su casa.
    Has hecho que pierda la esperanza en el ser humano. Nunca pensé… y ahí acabó lo que se daba, porque antes de que terminara la frase, nuestro protagonista agarró por la pechera al angustiado ser y lanzó la totalidad de su cuerpo por la ventana de la segunda planta, ante la mirada atónita de una familia de ornitorrincos ¿Maltrato animal? ¿Importa la racionalidad de la acción si el ser voló? Nunca lo sabremos.

Habían transcurrido unos seis meses desde aquel episodio y la vida placentera invadía todos los poros, obstruidos o no, de un personaje al que su butacón había cambiado la existencia por completo. No sólo podía disfrutar de apacibles siestas a lo largo de los 165 centímetros que ofrecía el mueble, sino que además, descubrió una utilidad impactante: Cada vez que necesitaba incorporarse por mor de una llamada telefónica (los móviles no existían) o a causa de un esfínter juguetón, ese respaldo catapultaba su figura sin miramientos.

No es menos cierto que la falta de práctica quedó reflejada en la pared: su silueta era inconfundible, pero el paso del tiempo hizo que adquiriera una destreza digna del afamado discóbolo. Pero como siempre ocurre, desde que tenemos noción de nuestra irrelevancia en la cadena trófica, hay un maldito pero, y el de esta ocasión vino disfrazado de una insoportable ola de calor procedente del noroeste.

Tal fenómeno meteorológico obligó a Walter a variar la orientación del orejero buscando una mayor cantidad de aire; eso, más una ingesta desmedida de bebidas subidas de tono, provocaron un ligero caos en la coordinación de movimientos, impulsando por completo a Walter del Cristo von Update por la misma ventana que antaño vio partir a su amigo del alma.

martes, 28 de julio de 2015

Samsa en el subterráneo


Plinio había sufrido mucho durante una etapa de su vida (que el autor aún no ha descubierto) hasta el punto de que no dudaba en contar sus pesares a todo ser vivo que se ponía a tiro:
    ––¿Sabe usted que he sufrido una barbaridad? ¿No? Pues atienda, que me encantará explicarle una serie de acontecimientos imposibles de olvidar…
Pero no había remedio, cuando se lanzaba a desgranar las penas al aterrado a la par que involuntario oyente, éste huía sin que mediara más sonido que el que dejaban una alocada carrera y una respiración agitada. Siempre igual, siempre la soledad, siempre el sufrimiento.
A pesar de estos inconvenientes, Plinio (por parte de padre) había (a causa de un verbo) mostrado una entereza digna de…un ser resignado a soportar una existencia mediocre hasta que un día el cuerno desvencijado de una diosa Fortuna venida a menos, hizo que sus ojos prestasen atención a un cartel en el que rezaba: “Se busca persona para trabajo nocturno”.
    ¿Qué hago? se preguntó mientras abría la puerta de aquel local. Una estancia amueblada al más puro estilo derribo inminente y en la que un sofá de tres patas, silla de formica y una mesa de origen desconocido, encima de la que había un cartel la mar de prepotente que planteaba un enigma en forma de recepción, fueron los elementos que le dieron la bienvenida.

    
El buenos días de nuestro ‘antihéroe’ recibió como respuesta un simple y minimalista silencio.
Ahora y según las normas estilísticas tendría que describir lo que aconteció en la entrevista de trabajo, pero tras una larga discusión con mi editor de cabecera, eso no pasará. Ni ahora ni en la página 106.

Su primer día de trabajo en el aparcamiento comenzó a medianoche tras recibir las instrucciones del encargado. Barrer el suelo de las tres plantas en las que se dividía, vaciar las papeleras, vigilar la entrada de maleantes y…observar. Esas eran las tareas asignadas.
No exagero si digo que al principio Plinio sintió miedo:
    ––Al principio tuve algo de miedo; diría que un sentimiento cercano al terror confundió mi razón, nubló mi mente. Pero todos los males se disiparon con el paso del tiempo ¿Exageraba?
Efectivamente, tras cuatro años en el subterráneo, Plinio, algo envejecido, se había hecho con los mandos de la instalación donde como una araña, tejió una red de relaciones en la que sus congéneres no ocupaban, precisamente, un lugar destacado. No ocurría así con el ortóptero, ese insecto al que comenzó a prestar una atención especial desde que cayó en la cuenta de que poseía unas características singulares en relación a los parientes que habitaban en la superficie. Efectivamente, me estoy refiriendo a la archiconocida cucaracha.

El ahora diligente vigilante-limpiador-abrepuertas no tenía dudas de que era testigo de la existencia de una evidente mutación genética en esos bichos y cuya principal característica consistía en una mayor rapidez de movimientos. Hasta tal punto era así, que Plinio contaba con un diario en el que había anotado varias características, alguna tan singular como la que concluía que el ratio de muertes por pisadas o aplastamientos causados por vehículos era inferior en un 76,6% a la de su parentela exterior. Vamos, puro empirismo.

Por aquellos designios del destino, tamaña proeza investigadora llegó a oídos de un afamado entomólogo con mando en la plaza 266, sección 4, al que no pasó desapercibida la lectura del mencionado diario de campo. De aquel primer contacto surgió una gran amistad que concluyó abruptamente, tras un accidente en el que Plinio siempre negó su participación.
    ––Niego tener relación alguna con el trágico final de mi estimado colega. Su precipitación al vacío desde una considerable altura, fue fruto de su gran amor por el estradópulo tridornuela. Yo sólo tomaba notas y un café muy amargo.



domingo, 26 de julio de 2015

El reencuentro


Desde su última visita habían transcurrido treinta años, tiempo suficiente para confundir nombres de calles o no hallar aquélla plazuela, que reconvertida en una rotonda, había sido el lugar preferido donde aplacar los sinsabores de la jornada. Porque, tanto a la ciudad como a él, el tiempo no había concedido las treguas necesarias para encajar algunos golpes del destino.
 Tras recuperarse de la sorpresa inicial, reanudó la marcha por la avenida principal que le conduciría hasta el corazón de la bulliciosa urbe, en tanto un sin fin de calles, a modo de una red arterial, nutrían de paisanos el ‘sistema circulatorio’.

-Buenos días, señor. Bienvenido al Sacram Hotel, donde estamos convencidos de que su estancia será gratificante, dijo un amable recepcionista. Tras los trámites de rigor, se dirigió al ascensor, pulsó el nueve y en menos de un minuto llegó a su planta. Al salir del habitáculo, buscó en el directorio la ubicación de su habitación y hasta ella encaminó sus pasos.

La 986 era una estancia con amplios ventanales desde los que se veían un parque y la confluencia de dos avenidas. Una cama doble, el mini bar y el baño, completaban el paisaje de la que iba a ser su casa en los próximos días.
 Una ducha con agua caliente y un güisqui hicieron las veces de reconstituyente. Enfundado en un albornoz, fue a por el maletín del que extrajo el ordenador portátil y unas carpetas. Las horas siguientes pasaron entre apuntes, correcciones en pantalla y algún que otro recuerdo de emociones pasadas, de deseos no correspondidos.

El repentino sonido del teléfono truncó uno de esos momentos a los que tan aficionado era. Recuerda que el plazo de entrega se cumple dentro de cuatro días, oyó que le decía el editor.
 No te preocupes, cumpliré lo prometido, aunque como sigas llamando te haré responsable de un nuevo retraso. Estoy harto de tantas prisas, afirmó tras colgar el auricular.




Una cena frugal fue la pausa más importante de toda la jornada, de la que disfrutó mientras observaba la ciudad. Los vehículos, luces rojas o blancas según el sentido de la marcha, trazaban un paisaje, que por habitual, ofrecía unos matices aderezados por los geniales 'vuelos' del sempiterno Charlie Parker.
 Volver a esa ciudad había sido un acierto, dado que su punto fuerte nunca fue huir a pesar de que enfrentarse a los hechos le supusiera un esfuerzo titánico.


En definitiva, reencontrarse con la urbe donde conoció lo que era vivir sin miedo, se estaba mostrando como una decisión afortunada ¡Y sólo yo sé lo que eso vale! Descolgó el teléfono, marcó el siete y mientras esperaba, tomó un trago de güisqui y…

-Servicio de habitaciones, dígame.


La búsqueda


El libro había desaparecido ante los atónitos ojos de Galdós. Tras una intensa búsqueda, las pistas lo condujeron a la calle El Aduaz. Desde allí se desplazó hacia Antón Caballero, donde una amable doctor Centeno le dio un rastro que siguió, entre el bullicio proveniente de Ayacuchos.

                                 @ndamaso65
Desanimado, cruzó el Infinito y en una acogedora plaza, junto a un banco y una fuente, halló unos ojos que devoraban esas páginas. Y Don Benito, sonrió.