martes, 28 de julio de 2015

Samsa en el subterráneo


Plinio había sufrido mucho durante una etapa de su vida (que el autor aún no ha descubierto) hasta el punto de que no dudaba en contar sus pesares a todo ser vivo que se ponía a tiro:
    ––¿Sabe usted que he sufrido una barbaridad? ¿No? Pues atienda, que me encantará explicarle una serie de acontecimientos imposibles de olvidar…
Pero no había remedio, cuando se lanzaba a desgranar las penas al aterrado a la par que involuntario oyente, éste huía sin que mediara más sonido que el que dejaban una alocada carrera y una respiración agitada. Siempre igual, siempre la soledad, siempre el sufrimiento.
A pesar de estos inconvenientes, Plinio (por parte de padre) había (a causa de un verbo) mostrado una entereza digna de…un ser resignado a soportar una existencia mediocre hasta que un día el cuerno desvencijado de una diosa Fortuna venida a menos, hizo que sus ojos prestasen atención a un cartel en el que rezaba: “Se busca persona para trabajo nocturno”.
    ¿Qué hago? se preguntó mientras abría la puerta de aquel local. Una estancia amueblada al más puro estilo derribo inminente y en la que un sofá de tres patas, silla de formica y una mesa de origen desconocido, encima de la que había un cartel la mar de prepotente que planteaba un enigma en forma de recepción, fueron los elementos que le dieron la bienvenida.

    
El buenos días de nuestro ‘antihéroe’ recibió como respuesta un simple y minimalista silencio.
Ahora y según las normas estilísticas tendría que describir lo que aconteció en la entrevista de trabajo, pero tras una larga discusión con mi editor de cabecera, eso no pasará. Ni ahora ni en la página 106.

Su primer día de trabajo en el aparcamiento comenzó a medianoche tras recibir las instrucciones del encargado. Barrer el suelo de las tres plantas en las que se dividía, vaciar las papeleras, vigilar la entrada de maleantes y…observar. Esas eran las tareas asignadas.
No exagero si digo que al principio Plinio sintió miedo:
    ––Al principio tuve algo de miedo; diría que un sentimiento cercano al terror confundió mi razón, nubló mi mente. Pero todos los males se disiparon con el paso del tiempo ¿Exageraba?
Efectivamente, tras cuatro años en el subterráneo, Plinio, algo envejecido, se había hecho con los mandos de la instalación donde como una araña, tejió una red de relaciones en la que sus congéneres no ocupaban, precisamente, un lugar destacado. No ocurría así con el ortóptero, ese insecto al que comenzó a prestar una atención especial desde que cayó en la cuenta de que poseía unas características singulares en relación a los parientes que habitaban en la superficie. Efectivamente, me estoy refiriendo a la archiconocida cucaracha.

El ahora diligente vigilante-limpiador-abrepuertas no tenía dudas de que era testigo de la existencia de una evidente mutación genética en esos bichos y cuya principal característica consistía en una mayor rapidez de movimientos. Hasta tal punto era así, que Plinio contaba con un diario en el que había anotado varias características, alguna tan singular como la que concluía que el ratio de muertes por pisadas o aplastamientos causados por vehículos era inferior en un 76,6% a la de su parentela exterior. Vamos, puro empirismo.

Por aquellos designios del destino, tamaña proeza investigadora llegó a oídos de un afamado entomólogo con mando en la plaza 266, sección 4, al que no pasó desapercibida la lectura del mencionado diario de campo. De aquel primer contacto surgió una gran amistad que concluyó abruptamente, tras un accidente en el que Plinio siempre negó su participación.
    ––Niego tener relación alguna con el trágico final de mi estimado colega. Su precipitación al vacío desde una considerable altura, fue fruto de su gran amor por el estradópulo tridornuela. Yo sólo tomaba notas y un café muy amargo.



domingo, 26 de julio de 2015

El reencuentro


Desde su última visita habían transcurrido treinta años, tiempo suficiente para confundir nombres de calles o no hallar aquélla plazuela, que reconvertida en una rotonda, había sido el lugar preferido donde aplacar los sinsabores de la jornada. Porque, tanto a la ciudad como a él, el tiempo no había concedido las treguas necesarias para encajar algunos golpes del destino.
 Tras recuperarse de la sorpresa inicial, reanudó la marcha por la avenida principal que le conduciría hasta el corazón de la bulliciosa urbe, en tanto un sin fin de calles, a modo de una red arterial, nutrían de paisanos el ‘sistema circulatorio’.

-Buenos días, señor. Bienvenido al Sacram Hotel, donde estamos convencidos de que su estancia será gratificante, dijo un amable recepcionista. Tras los trámites de rigor, se dirigió al ascensor, pulsó el nueve y en menos de un minuto llegó a su planta. Al salir del habitáculo, buscó en el directorio la ubicación de su habitación y hasta ella encaminó sus pasos.

La 986 era una estancia con amplios ventanales desde los que se veían un parque y la confluencia de dos avenidas. Una cama doble, el mini bar y el baño, completaban el paisaje de la que iba a ser su casa en los próximos días.
 Una ducha con agua caliente y un güisqui hicieron las veces de reconstituyente. Enfundado en un albornoz, fue a por el maletín del que extrajo el ordenador portátil y unas carpetas. Las horas siguientes pasaron entre apuntes, correcciones en pantalla y algún que otro recuerdo de emociones pasadas, de deseos no correspondidos.

El repentino sonido del teléfono truncó uno de esos momentos a los que tan aficionado era. Recuerda que el plazo de entrega se cumple dentro de cuatro días, oyó que le decía el editor.
 No te preocupes, cumpliré lo prometido, aunque como sigas llamando te haré responsable de un nuevo retraso. Estoy harto de tantas prisas, afirmó tras colgar el auricular.




Una cena frugal fue la pausa más importante de toda la jornada, de la que disfrutó mientras observaba la ciudad. Los vehículos, luces rojas o blancas según el sentido de la marcha, trazaban un paisaje, que por habitual, ofrecía unos matices aderezados por los geniales 'vuelos' del sempiterno Charlie Parker.
 Volver a esa ciudad había sido un acierto, dado que su punto fuerte nunca fue huir a pesar de que enfrentarse a los hechos le supusiera un esfuerzo titánico.


En definitiva, reencontrarse con la urbe donde conoció lo que era vivir sin miedo, se estaba mostrando como una decisión afortunada ¡Y sólo yo sé lo que eso vale! Descolgó el teléfono, marcó el siete y mientras esperaba, tomó un trago de güisqui y…

-Servicio de habitaciones, dígame.


La búsqueda


El libro había desaparecido ante los atónitos ojos de Galdós. Tras una intensa búsqueda, las pistas lo condujeron a la calle El Aduaz. Desde allí se desplazó hacia Antón Caballero, donde una amable doctor Centeno le dio un rastro que siguió, entre el bullicio proveniente de Ayacuchos.

                                 @ndamaso65
Desanimado, cruzó el Infinito y en una acogedora plaza, junto a un banco y una fuente, halló unos ojos que devoraban esas páginas. Y Don Benito, sonrió.