viernes, 25 de febrero de 2022

La disposición de las palabras

Se habla mucho de la España vaciada, es un asunto que está de moda, resulta un tema que ocupa minutos entre las lenguas de tertulianos, observadores de amplio espectro y bocas sedientas de temas sobre los que tratar, aunque pasados los minutos de rigor, el hastío con el que la ignorancia riega cerebros al borde del abismo, haga que el tema fallezca de forma natural. De todas formas, eso que dan en llamar vaciada es lo que algunos siempre conocimos como despoblamiento, una especie desertización originada por los humanos.

Los ingratos (Planeta, 2021) de Pedro Simón.

Dignidad, redención, supervivencia, cariño no correspondido, luego alcanzado y finalmente diluido por unos y aferrado a su alma por la otra. Por Emérita.

Nueve años, curiosidad, miedos, límites marcados entre surcos; una mujer donde él veía dos. Amigos, visita paterna hasta que un día acaba… Sarita que enseña el culo por cinco pesetas, pozos, hermanas y la señorita Mercedes: David.

Llegan al nuevo destino en 1975, «otra vez rumbo a lo desconocido». Una aldea que «vivía hacia dentro con el frío, como si de los caminos no viniera nada bueno».

«Las palabras escritas te hablan al oído». «Saben mejor las palabras bien puestas».

Porque es el cuidado con el texto la llave que abre todo la historia que acompaña las existencias de los personajes, bueno, digamos que de dos, y jugándome el tipo, me atrevo a escribir que Emérita es la clave de bóveda de esta novela –ganadora del Premio Primavera de Novela 2021–. Un personaje al que atribuyo ciertas cualidades que durante la lectura me recordaron a la Benina galdosiana que desborda las páginas de Misericordia. Claro está que salvando todas las distancias entre el «maestro de las letras modernas», según la acertada definición de Germán Gullón y un Pedro Simón que ha elaborada un excelente trabajo.

Y concluyo…

Como en toda novela que se precie, a lo largo y ancho de la misma hay retazos autobiográficos del creador,pero sobre todo, lo más importante es que Los ingratos está hecha con honestidad, sin mirar a la galería, cuidando el lugar de las palabras. Y en estos tiempos, a veces, encontrar literatura resulta harto difícil.

sábado, 19 de febrero de 2022

Alarcón, Galdós, Bazán (y Cervantes): Gris oscuro y criminal

   En literatura, y como si de un geógrafo se tratara, a los puntos cardinales se les conoce por el nombre de fuentes u orígenes, y hasta allí acuden los aprendices de escribidores (suicidas los más, ingenuos muchos y futuros imperfectos sólo unos pocos) con la intención de ‘beber’ (u orientarse) para calmar el ánimo, educar el espíritu o confirmar las sospechas: el suicidio como solución estética y opositar como remedio vital.

Transcurría la segunda mitad del siglo XIX y mientras Edgar Allan Poe embelesaba a los paisanos con cuervos o gatos negros, un ‘tal’ Pedro Antonio de Alarcón hincaba su particular pica en el Flandes de un género literario, aún, tímidamente gris; la estaca se llamaba El clavo (1853) y se convertía en el primer relato de temática policial en la historia de la literatura española, afirmación con la que, tal vez, no estaría de acuerdo Claire Nicolle Robin, una ‘galdosista’ e hispanista que en el IV Congreso Internacional Galdosiano (1990) presentó una comunicación en la que afirmaba que el relato de don Benito La incógnita (1889) ostentaba ese honor porque reunía «los ingredientes de la novela y de la novela policíaca para plantar un problema en términos modernos: el análisis de una sociedad, de los comportamientos de ciertos individuos en determinadas situaciones, e indagación de los fundamentos profundos de la sociedad, fundamentos en que se asienta gran parte de su solidez, vigencia y posibilidad de recuperación».

Antes de continuar, creo necesario un alto para incluir una reflexión que entiendo muy interesante, una reflexión que sostiene Rosa Navarro Durán, (Gerona, 1947). Afirma la que fuera catedrática de Literatura española en la Universidad de Barcelona y tras su jubilación, profesora emérita del indicado centro universitario, afirma que «Cervantes, en sus novelas, utiliza trucos y recursos que luego serán esenciales para la novela policiaca». Así mismo, la gran experta en la obra de Miguel de Cervantes, continúa con su afirmación apuntando que el creador del Quijote también tiene personajes que son auténticos detectives, como la protagonista de La fuerza de la sangre (una de las novelas ejemplares de Cervantes), que es «una mujer estupenda que actúa como un auténtico detective e, incluso, coge una prueba para luego demostrar que lo que ella dice es cierto. Son esos trucos de novela policiaca», concluye. Interesante, ¿verdad que sí? 

Pero sigamos…

   Y en este asunto de saber qué fue antes, es conveniente recordar a Juan Ignacio Ferreras, que en su Estudio de la novela española por entregas: 1840-1900 sitúa en las decimonónicas décadas de los años 40 y 50, la fecha de nacimiento de las novelas de crímenes españolas, deudoras, a su vez, de una serie de relatos costumbristas que habían creado afición. También opina Ferreras en torno al relato de Alarcón, del que afirma que «se aleja de la novela policíaca» porque su carga sentimental y melodramática aproxima esta obra a la tradición de las novelas de crímenes: Policías, crímenes que parecen accidentes o incidentes que aparentan otra cosa ¡Ay, Señor!, el humano ser se tropieza con los sentimientos y con los encasillamientos, que como traviesos elfos, siempre están haciendo de las suyas.

Sobre ese clavo alarconiano habla Emilia Pardo Bazán, una gran admiradora del escritor granadino a quien por El sombrero de tres picos, su obra cumbre, dio en calificar como «el rey de los cuentos españoles», alabanza realizada veintiún años después de que, al parecer se dice, se comenta o rumorea, la coruñesa diera por criticar El clavo considerarlo una copia de la novela corta Le clou del francés Hippolyte Lucas. No obstante, quién sabe si pudo darse el caso, que no lo sé, de que ambas glorias de las letras hispanas tuvieran la posibilidad de exponer sus argumentos, vaya usted a saber, si en una tertulia o un encuentro casual más allá de los límites de la realidad conocida.

   Pero antes de llegar a Pérez Galdós; ¡anda, ya! ¿don Benito por estos lares?, (amigo Manso, no se sorprenda tanto) no puedo por menos que ralentizar mi recorrido y reconocer que pasear, página tras página por ‘El clavo’, fue una grata experiencia, tanto por la aventura como por el diseño de los personajes. Alarcón desplaza la pluma sin estridencias dibujando a un Felipe, narrador y tipo galante, que se reencuentra con su amigo, Joaquín Zarco, juez de Primera instancia, a quien el amor desgarrará su corazón en un triángulo casi perfecto que cierra el singular binomio formado por Gabriela-Blanca. La intriga está a punto de saltar por los aires, porque no se debe olvidar que hay un asesinato de por medio con pieza metálica incluida, y como dice Felipe dirigiéndose al lector, esa es una situación que «os agita ya a vosotros».

Cuando de una reflexión sobre los orígenes de la novela policíaca española se trata, es posible que se evite mentar al maestro Pérez Galdós, porque es verdad que no es un género que el escritor grancanario tocase con gran interés, pero no es menos cierto que la aproximación al mismo tiene su génesis en el asesinato de la calle de Fuencarral (incluiría el crimen del cura Galeote) y tal como afirma Ortiz-Armengol en Vida de Galdós, ese terrible suceso puso a don Benito «en la pista de la novela con misterio policíaco y psicológico» y de ahí hasta que escribe La incógnita sólo hay un paso.

No obstante, un asunto ronda mis atribuladas neuronas cuando se entra en la senda de santificar qué es novela gris, negra o policíaca y qué no, entonces fijo mi dioptrías en el creador de los Episodios Nacionales y me pregunto ¿cómo calificar, (respetando el consenso general sobre su estilo) ese monumento que lleva por títuloMisericordia?

   Sin lugar a dudas, al menos para mí, la novela negra (sí, esa que no precisa de vísceras para contar una historia) debe todo su cuerpo ideológico al movimiento realista, ¡y vive Dios! que si hay un maestro en tales lides ése no es otro que don Benito; luego, pasarán muchos años hasta la irrupción a mitad del siglo XX de una serie de escritores españoles que tocan el género como medio para representar la situación sociopolítica nacional… aunque ese es otro asunto.

Pero ¿qué hace que La incógnita, única novela epistolar de Pérez Galdós, sea considerada como miembro de pleno derecho del género policial? Bueno, el asunto no tiene dudas para Nicolle Robin, que unos párrafos más arriba deja bien claro cual es su pensamiento; todas las del mundo (dudas, claro está) para Ferreras, pasando por un Gonzalo Sobejano que se refiere a que el título «parece alusivo a un misterio de novela policíaca».

En esto de leer e interpretar lo leído pueden darse tantas explicaciones como agujeros tiene la capa de ozono, y aunque mientras se pasa de una página a otra, escasa pinta policial, criminal o gris oscuro puede hallar el lector, hasta tal punto que, más que una incógnita, sea el desconcierto la sensación que invade el alma, es probable que un leedor de nuestro tiempo (o eso creo) intuya que una estética familiar sobrevuela el texto: El relato galdosiano se asemeja a la cámara subjetiva cinematográfica que en este caso toma prestados los ojos de Manuel Infante, dado que toda la historia pasa por el tamiz de ese personaje (muy suyo) al que el lector podrá conceder el grado de fiabilidad que estime oportuno.

No obstante, consumida la lectura de más de la mitad de las cartas, surge esa parte de misterio, y tal como afirma uno de los personajes «la santa verdad no la encontrarás nunca si no bajas tras ella al infierno de las conciencias» y será completamente desvelada (y lo recomiendo de verdad) cuando lea Realidad (1889). Y hasta aquí puedo escribir.

Por cierto, que a Emilia Pardo Bazán le encantó tanto La incógnita, que escribe a su estimado amigo Galdós: «Me he reconocido en aquella señora [se refiere a Augusta] más amada por infiel y trapacera ¡Válgame Dios, alma mía!».Y prosigue doña Emilia añadiendo: «Puedo asegurarte que yo misma no me doy cuenta de cómo he llegado a esto».

Doña Emilia

   «Usted necesita hacer cosas que presten a su vida violento interés»«no viaje usted por tierras; explore almas. No hay vida humana sin misterio»Con estas palabras es difícil no sentir curiosidad por conocer a quién van dirigidas esas afirmaciones tajantes cuando descubrimos que la pluma que las ‘pintó’ estaba sujeta por una de las manos de Emilia Pardo Bazán que dada «su fascinación por el misterio, la tragedia y el crimen como motivo literario la llevaron a incursionar en la literatura de corte policial», hasta el punto de que la crítica especializada la reconoce «como la iniciadora de este género en España»,según afirma Concepción Bados Ciria, doctora en Filología hispánica.

Esa afición por el misterio hunde sus raíces en su colaboración en la revista Ilustración Artística de Barcelona donde en su columna titulada ‘La vida contemporánea’ la escritora gallega se hacía eco de los más diversos hechos crueles. En esos artículos enmarcados en motivos policiales, además de criticar la violencia que engendra la sociedad, Pardo Bazán abrió la puerta en torno a reflexionar sobre la necesidad de reformar el sistema penal, un extremo en el que coincide con Galdós quien en El crimen del cura Galeote apunta la necesidad de crear«manicomios penitenciarios».

En cuanto a que su afición por las noticias de ámbito criminal, por la realidad tal cual, por ejemplo, impidiera que Pardo Bazán no se esforzara en la elaboración de sus obras de ficción, fue un extremo que llegó a tomar carta de naturaleza, hasta tal punto, que el propioMiguel de Unamuno escribió un artículo, poco después de la muerte de la escritora, en el que afirmaba que «Muchas veces le he oído que ella no inventaba ni personajes, ni caracteres, ni situaciones, ni escenas».Como sea que esa duda rondaba antes de su óbito, Bazán la despejó señalando que para el diseño de sus tramas «prefería eximirme del realismo servil» con el fin de tener «más libertad para crear el personaje». Sigamos pues.

Las frases que abren este apartado pardobazaniano provienen de La gota de sangre (1911) que junto a Misterio (1905), La cana (1911), o Belcebú (1913), conforman una parte del bagaje criminal de una de las glorias de la literatura nacional.

No es mi intención destripar, aunque fuera tímidamente, cada uno de estos relatos que tan bien escribió la condesa y cuya lectura recomiendo, pero tampoco me resisto a dejar pasar la oportunidad de paladear algunos momentos de, por ejemplo, La gota de sangrecuando uno de sus personajes, Ignacio Selva se descuelga con esta afirmación: «Las sombras no están en los crímenes, sino en los entendimientos. Apenas hay crimen sin rastros claros y elocuentes».Y ya que estoy en racha ofrezco esta perla de pura camaradería, cuando Ariza le suelta a su amigo Selva: «no comprendo por qué le interesa mi honor» y sin esperar demasiado recibe la respuesta: «por espíritu de clase».

Y como sucede con casi todo en esto que han dado en llamar vida, esta pieza que ha reunido un nutrido equipo de consonantes y vocales, llenas de armonía unas veces, y otras no tanto, llega a su final, pero no será antes de recordar lo que, a modo de declaración de intenciones, dijo Emilia Pardo Bazán en 1909, dos años antes de escribir La gota de sangre: «Cuando leo en la prensa el relato de un crimen, experimento deseos de verlo todo; los sitios, los muebles, suponiendo que averiguaría mucho y encontraría la pista del criminal de verdad».


jueves, 17 de febrero de 2022

Poesía de sangre

El Charolito sólo se fiaba de su polla.

A lo largo de mi vida sólo he asistido a una corrida de toros. El hecho ocurrió cuando la década de los setenta barruntaba su final y el coso que visité no fue otro que la plaza de toros de Gran Canaria, ésa, cuyo esqueleto se podía apreciar cuando se viajaba por la autopista del Sur y de la que no queda ni el mínimo recuerdo…

al menos hasta que he tenido la fortuna de leer la novela que protagoniza estas líneas.

Sed de champán (1999) de Montero González.

Un texto que podría ser la descripción de una tarde en Las Ventas no sin ciertas premuras sobre todo si el Charolito, genio y figura del relato, estuviera merodeando el lugar, algo que es probable que no ocurra por culpa de una maldita noche. No obstante, el paisanaje que reúne el autor es una suerte de entorno cerrado digno de un sainete, heredero del esperpento y deudor de erecciones varias con un lenguaje lleno de faenas no hechas para el primer espontáneo que surja del frío, so pena de acabar como «una bombilla pelona ahorcada al techo».

Retrata Montero lo que él llama «la geografía de la hipodérmica» con esa fila de muertos vivientes atravesando la «emecuarenta» sin mirar los coches que van ni los que vienen, dejando a su paso un reguero de sangre pestilente y vísceras sin pasado; habla del puterío fino que tanto gusta a quien puede y quiere; como se vislumbra la oferta para quienes no pudiendo quisieran catar y luego terminar en el «cortijo de los ausentes». Incluso, el Charolito cuenta a Carmelilla el proceso que desemboca en tener la peor suerte, proeza que disfruta el tal Mostaza a quien perseguía un «espectro moralista». O qué decir del Tinajilla, experto en ofrecer unos navajazos que «son cuchilladas profundas, hasta donde pone Albacete». 


jueves, 10 de febrero de 2022

Las brumas de un valle

Es probable que los vericuetos literarios nos tengan reservada nuestra particular Comala allende el paraje natural de Ijuana, y si fuera así, no cabe otra que dar las gracias a 𝑰𝒔𝒂𝒂𝒄 𝒅𝒆 𝑽𝒆𝒈𝒂, cuya alma quedó atrapada en ese valle «envuelto en las brumas de su especial surrealismo», según describe el lugar su hija María Teresa de Vega.

Esa referencia a la obra de Rulfo no es gratuita –también hay tiempo para reencontrarse con el universo de Kafka– y sí el fruto de mi visión de los relatos que con gran acierto ha recuperado Nectarina Editorial, y que bajo el título de 𝐂𝐨𝐧𝐣𝐮𝐫𝐨 𝐞𝐧 𝐈𝐣𝐮𝐚𝐧𝐚, supone el homenaje por el centenario del nacimiento del escritor tinerfeño (1920-2020), que junto a Rafael Arozarena y otros colegas más, forman parte de lo que se dio en llamar la «generación del bache o generación escachada». 

Las doce historias que palpitan en este trabajo conviven en tres partes, donde la prosa del hombre que apreciaba los silencios que requieren el intento de pescar se esparcen entre reflexiones que en ocasiones se añoran en estos tiempos de impostura barnizada de nadas: «Después de saludar al anfitrión y señora, tuve la desdicha de caer al lado de otro historiador literario», añádase a esto lo siguiente «Si no sabes apreciar la calidad de una buena pasta dentífrica, tampoco podrás hacerlo con un buen poema».

No obstante lo dicho, las lecturas y sus interpretaciones son hijas de cada cual –un descubrimiento que llegó tras el pedernal o después de la rueda–. Isaac de Vega resulta un gusto para el lector, para quien disfruta escudriñando cada esquina; todos y cada uno de los párrafos, porque «A todo hombre le hace falta industria en su alma, supongo».