miércoles, 14 de septiembre de 2022

𝗘𝗹 𝗮𝗰𝗼𝗺𝗼𝗱𝗮𝗱𝗼𝗿 𝗹𝗶𝘁𝗲𝗿𝗮𝗿𝗶𝗼

 



   Durante la adolescencia me aficioné al cine que dieron en llamar de arte y ensayo y recuerdo, no sin cierto sonrojo, que tras varias visitas a la sala de proyecciones -cuya ubicación mantendré oculta- y habiendo adquirido un profundo conocimiento sobre ese género, ¡Dersu Uzala!, mi gusto por el séptimo arte se escoró hacia el lado canalla. Sin apenas darme cuenta me vi envuelto entre las tinieblas de una sala que siendo oscura (como debe ser cualquier espacio que se empeñe en proyectar películas), era usada para otros fines que ni los hermanos Lumière pudieron imaginar: Me refiero al cine porno.

   Tal vez y con el transcurrir de las décadas he llegado a esta conclusión: Mi afición por el cine experimental y hastiado de la etapa antes mencionada, hizo que buscara otras propuestas narrativas, porque seamos claro, el canon que había impuesto la experimentación ¡Solaris! estaba boqueando entre promesas de un presente desorientado y un futuro desquiciado. Con esos antecedentes de hecho, cumplidas no sé ni cuántas primaveras, la vida me lanzó un envite inspirado en un viejo refrán: «¿No quieres caldo?, pues toma dos tazas» y acabé siendo el acomodador más joven de la historia de aquel viejo antro, otrora espacio para el tránsito de princesas, piratas y autos locos. Aquella experiencia me brindó grandes enseñanzas e hizo que mi horizonte intelectual, que hasta ese momento no pasaba de ser una línea borrosa, mostrara que la vida es algo más que una erección o un gemido y así, descubrí la literatura en la que me sumergí sin tener que soportar los amores de ellas y las heroicidades de ellos, a todas luces faltas de realismo. Empecé a leer durante mi jornada laboral. Esperaba al comienzo de la película y si llegaba algún espectador rezagado le ofrecía la linterna para que se acomodase a su gusto, aunque en otras ocasiones estaba tan abstraído por la trama, que con el dedo de una mano señalaba la puerta de entrada a la sala. El resultado de lo que ahora han dado en calificar como desatención de las obligaciones laborales se transformaba en quejas: «Siéntate de una puta vez», «Qué hostia me he dado» y algunas otras. Un mes más tarde, sin trabajo ni dinero, opté por recluirme en la casa de mi hermano, quien a pesar de todo, me dio de comer permitiendo que mis libros comenzaran a ocupar el exiguo espacio habitable. Leí, tomé notas -también burbon-, comparé estilos, confundí tramas, mezclé autores… mas llegado a este punto es necesario que usted sepa que la intención de esta pieza no es otra que reflexionar en torno a qué hacer cuando el lector, editor, autor, agente, distribuidor, crítico y el librero se enfrentan a la monarquía en la literatura, al gran problema de la sucesión. Quiénes deciden los candidatos, cómo y por qué, pero sobre todo surge una pregunta ¿Hablamos de literatura o del circo de las vanidades? ¿La literatura puede vivir sin saber a quién rendir pleitesía? ¿Debería organizarse una romería hasta la casa natal o segunda residencia del ungido? ¿No había dicho que plantearía una pregunta?

Acomodar

   Cuando se ha pasado toda una vida profesional exigiendo coherencia, proclamando qué está bien, denunciando las atrocidades que se imprimen en nombre del libre mercado y la sana competencia; cuando toda la obra propia se alimenta con la certeza de que lo expresado es la opinión verdadera -casi un canon alternativo-, que las veleidades deben ser eso y no la deserción del estilo que tantas alegrías ha dado, y por tanto, o estamos aquí u olvídese de tocar en esta puerta, es casi seguro que se está frente al acomodador literario, al tipo dueño de la balanza cuyo fiel suda la pena negra cada vez que su amo mueve los platillos, el individuo que porta la linterna con la que señala el camino hacia el abismo o en dirección al olimpo de las letras y ocurre que el susodicho ha pasado toda una vida entre textos dejando las vergüenzas ajenas con el culo al aire de la Sierra y a la primera de cambio cae hipnotizado por los cantos de sirenas. Estimado, ¿Usted también? No obstante, y fiel a mi estilo conciliador no puedo por menos que recordar que todos convivimos con las contradicciones, que nadamos entre ellas y por tanto, ¿Qué tiene de malo sucumbir aunque sea un poco?

   El rey ha muerto, viva el rey, gritan los seguidores cuando acuden a la fuente de la que mana el líquido de la razón literaria para beber de esos chorros que mojan con su buena nueva o simplemente salpican gotas de suposiciones, de verdades a medio fundirse con el empedrado y esperan ansiosos por conocer la buena nueva. «No quisiera caer en la tentación de...», «Son tantos los que aspiran al trono...», «Él fue único en su género» o «Soy un humilde experto en la cosa», podrían ser las frases con las que nuestro audaz reponedor de anaqueles concluye su análisis inicial mientras espera las reacciones del cenáculo entre cuyos miembros están aquellos que han entrado en tensión (o casi en pánico) ¿Seré yo?, se preguntan ante el espejo. Porque hay más.

   La desaparición física del autor, no sólo deja un hueco en el panal del estilo literario, también causa un vacío en una silla que más temprano que tarde será ocupada por un colega, de tal forma que no sólo tenemos una suerte de sede vacante por causa del hecho biológico que unas fuerzas desconocidas se encargarán de cubrir, sino que el universo de las Letras debe dar una respuesta de quién ocupará el mueble antes señalado, y ahí no hay lugar para encomendarse a santos y arcángeles, en esto del sanedrín académico las cosas son como son ¿Cómo?, pregunte por cafés y salones. Por cierto, no quisiera concluir esta alegre pieza musical sin preguntarme si nuestro esforzado acomodador literario no estará teniendo sueños húmedos a punto como estamos de alcanzar ese veranillo septembrino y adentrarnos en la estación propicia para el verso insustancial y la linterna de luz agonizante.




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