Me
llamo Ernesto de Overdrojgen y estoy apurando los últimos días de
mi existencia. Nadie podrá decir que fui una mala persona pero jamás
escucharán que de boca humana salga un simple halago. Cuando muera,
no solo el polvo cubrirá mi ataúd, una espesa capa de olvido se
posará sobre la memoria. La mía es, simplemente, la muerte
definitiva. Mas, antes de tan aciago día quiero dejar constancia de
una idea por la que daría la vida, aunque mil vidas costara.
Los
humanos somos una especie algo compleja —sostener lo contrario
tiene buena prensa entre las hordas binarias— aunque no tanto si
repasamos algunos momentos de nuestra ¿larga, intensa y llena de
matices? existencia en esta bola. Me atrevo a decir que en esos
episodios, las amebas e incluso las repulsivas cucarachas, nos han
superado en la toma de decisiones; han demostrado una envidiosa
capacidad de análisis y una pasmosa facilidad para decantarse por
las decisiones adecuadas según el contexto. Mientras tanto, y en
situaciones parecidas, los hombres han optado por la lágrima fácil
y la búsqueda de una deidad que tuviese todas las respuestas a dudas
que ni siquiera sabíamos que existieran: Los dioses, aún menos (me
refiero a las dudas).
Pero
este modesto introito no tiene otra justificación que la de servir
de punzante introducción al tema sobre el que gravitan mis
pensamientos en estos últimos tiempos, exactamente desde aquel año
en el que en España hizo acto de presencia en plazas, parques,
ensanches y circunvalaciones el movimiento de la gente; pero no de
unos cualquieras, aquella época primaveral sirvió para expandir la
semilla (abejas obreras de los quinientos euros mediante) que tras el
proceso de germinación facilitó que los otrora capullos terminaran
por eclosionar en coloridas flores en un hábitat la mar de
divergente.
¿Y
por qué estoy haciendo esta reflexión? porque un día encontré en
una librería de viejo un minúsculo libro de algo más de doscientas
páginas escrito, según me dijo un experto, en un Latín
rudimentario. Aquel conjunto de palabras sostenía como columna
vertebral la tesis según la cual el avance social sólo es factible
siempre que se haya vivido bajo la más cruel de las tiranías,
porque de lo contrario los hombres “nos dejamos mecer por el sopor
de la vagancia” y añadía que ese era el “camino para dejar las
puertas abiertas al mal que se enquistará en nuestras almas por
siempre.” y concluía afirmando: “Ignorantia autem odium, et nos
cace sumus.”
Algo
confundido y por qué no confesarlo, también con una sonrisa de lado
a lado, me perdí por frondosas alamedas meditando sobre lo que había
leído cuando al pasar junto a un templo mi ojos se fijaron en una
pared donde rezaba: “La mejor forma de predecir el futuro es
inventarlo.” Cuando estaba buscando el sentido exacto al texto oí
un grito que provenía del interior del templo, alarmado, me dirigí
hasta allí ignorando —pobre imbécil— que esa decisión iba a
cambiar mi vida.
Entiendo,
a pesar de los reproches que me dispensó toda mi familia, que la
tiranía fomenta, sin duda, la cohesión social entre los grupos que
históricamente han mantenido enfrentamientos cuyos objetivos eran,
por un lado, materializar la mejora de sus condiciones de vida, desde
la mera supervivencia hasta consolidación de todo el corpus de
derechos y obligaciones; mientras que la batalla del grupo dominante
ha pivotado alrededor de no perder excesivamente o ceder lo justo
dentro de un orden ––ahora lo llamarían posicionamiento
estético––. Pero esa convergencia de intereses no es menos
importante si nos referimos a los iguales, que por diversas razones
se fueron organizando en subgrupos dizque por un plato de lentejas, o
tal vez por un techo de hojalata. Vamos, que se ahondaron las
contradicciones a mayor ‘gloria’ del comprador y éxtasis del
vendedor.
Pero
qué mejor forma de entender mi planteamiento que ilustrando lo dicho
anteriormente… pero aviso que cualquier parecido con la realidad a
lo peor no es pura coincidencia. No obstante, aunque muchos ejemplos
salpican los anaqueles de la historia ruego cierto margen de
comprensión occidental.
Imaginemos
una nación próspera —pero sin pasarse— gobernada de forma
alternativa por dos organizaciones políticas preocupadas por el bien
común de unos pocos aunque la mayoría tuviera la percepción
—alucinación colectiva— de todo lo contrario. Pues bien, esa
nación prosigue su devenir histórico y sentimental mientras que en
los cimientos, unos pocos que formaban parte de la estructura, hartos
de esperar su turno, aprecian grietas y ¡oh diosa de la Fortuna! ven
la luz: Llegó el momento de la emancipación, se acabarán las
injusticias porque los que estaban bajo el yugo de los poderosos se
transformarán en la bota que los aplastarán y allí surge el
sátrapa de sonrisa embaucadora rodeado de un número limitado de
cortesanos (hijos de puta en estado puro). Es posible que hasta el
propio Darwin derramara unas lágrimas, preguntándose de qué
sirvieron las fatigas en el Beagle.
Alcanzado
el gran objetivo liberador y entronizado el líder, lo demás llegó
por pura inercia, desde los múltiples comités para la defensa de
esto, lo otro y lo de más allá, hasta el primer discurso
septembrino en ese organismo supranacional validador de obviedades en
cuya fachada acristalada se reflejan las aguas del East River.
Hasta
llegar a la puerta del templo los gritos se habían repetido en dos
ocasiones y parece que el único que se había enterado era yo si
consideramos que tanto un grupo de neozelandeses en viaje cultural
como otro de alumnos del cercano seminario estaban enfrascados en un
intercambio de insultos dignos de una sociedad moderna. Pero cuando
alguien se compromete ¿qué importa el entorno?
A
mitad de camino entre la pila bautismal y el altar pude ver lo que al
principio me pareció un cuerpo tendido, pero al acercarme mi corazón
se encogió: entre un gran charco de sangre una mujer sangraba por el
cuello mientras protegía entre sus brazos a un bebé decapitado. Y
estos horrores ocurren, y hay que contarlos sin medias tintas porque
yo he mirado a la muerte una y cien veces; porque me ha rozado,
robado y porque la muy ramera siempre está amenazando.
De
vueltas a mi ensayo y refiriéndome al asentamiento del proceso
revolucionario, no puedo dejar de señalar que tanto el líder
supremo como su grupo van aumentando la presión sobre los oligarcas
que extrañados por semejante desatino (¿para eso financiaron a esos
palurdos?) descubren, que de perdidos al río, no hay mejor pose que
subirse al carromato —sobrios— y enarbolar la enseña patria que
hasta ese instante era objeto decorativo. Sus hijos, nietos o
hermanos con edad de merecer se enfundan pantalones vaqueros,
camisetas de un blanco virginal y gritan ¡Libertad! Y se juntan con
parte del pueblo; y se enfrentan a parte del pueblo y se reconvierten
en sujetos que sudan glamour mientras ofrecen ruedas de prensa. Y el
mundo los observa y se establecen los bandos; de las filias y las
fobias no se escapan ni las vías pecuarias que van desde las islas
Aleutianas hasta Ontario y desde las Malvinas pasando por Gibraltar
hasta hacer parada y fonda en alguna plaza Mayor.
Del
otro lado del tablero están los tiranos, que hace tiempo que
incineraron sus caretas y de estupor andan: bien, gracias; reclaman
la solidaridad internacional, pero esos déspotas desconocen que
están incubando el virus que ralentizará, que acabará con su
proyecto. No saben que han hecho las veces de catalizador entre los
grupos dominante y el de servicios varios. Pero esa confluencia no es
otra cosa que una alucinación cuyos efectos pasarán al día
siguiente de enterrar los restos del paraíso, porque no hay mejor
ocasión para unir voluntades que vivir entre tiranos: La democracia
alcanza todo su sentido.
Los
restos de guantes de látex y gasas además de la cinta policial que
delimita la zona junto a la presencia de varias personas, conforman
el decorado del templo. Y envolviendo la escena hay tanto silencio,
que me atrevo a confirmar que se parece mucho al que percibía un
minuto antes de que introdujesen mi cadáver en una bolsa de
plástico.