jueves, 25 de agosto de 2022

𝗥𝗼𝘀𝗮𝗹í𝗮

 










   La primera parte de Don Quijote estaba llegando a su fin, cuando Cervantes, cuya aversión a la novela de caballería lo tenía comiéndose los muñones, dedica unas líneas a dar un repaso a la comedia, recordando la opinión de Marco Tulio Cicerón, quien manifestó que tal género debía ser «espejo de la vida humana, ejemplo de las costumbres y imagen de la verdad». De repente, acudió hasta mi maltrecha cavidad cerebral el recuerdo del discurso que Pérez Galdós leyó con motivo de su ingreso en la Real Academia Española: «Imagen de la vida es la novela, y el arte de componerla estriba en reproducir los caracteres humanos...». Por si acaso, contenga las ganas de ver arder mi cuerpo en una pira excitada, que esto no es lo que parece.

Rosalía (hacia 1872) Benito Pérez Galdós.

   Las grandes casualidades existen y Alan Smith -un galdosista de pro- tuvo la fortuna, allá por 1979, de ser el descubridor de un manuscrito en el reverso de la Segunda Serie de los Episodios Nacionales, descubrimiento que se unió al que en el mismo sentido realizara otro relevante estudioso del español universal, Walter Pattison, en su caso, el reverso que atesoraba cierto número de páginas de la obra inédita fue el manuscrito de Gloria. Así y tras dedicar años de trabajo en su reconstrucción, Smith logró dar coherencia al texto que protagoniza esta pieza literaria y que Ediciones Cátedra publicó en 1984. Y aunque es una novela incompleta, «¡Voto a Briján!» que es Pérez Galdós: El maestro; y aunque exista cierto consenso (o tal vez una unanimidad que ya habría querido Estanislao Figueras), en no considerarla parte de esa familia, creo que Rosalía podría tener nexos con el conjunto de las llamadas novelas de tesis, mas para discutir mi tímida afirmación, lea el texto.

Personajes con alma cervantina

   Me adentro en las entretelas de varios personajes en cuya lista no puede faltar el autor, quien con su permanente diálogo con el lector, a pesar del malestar que eso ocasiona a un conocido premio Nobel, que agarrado a la sombra flaubertiana enumera no sé qué pecados de eterna condenación, ahí está para el disfrute del leedor. Mire usted si el papel del narrador es importante, que incluso el lector será testigo de cómo se implica, hasta el punto de mostrar su preocupación por el devenir de alguno de los personajes. Pero vayamos al meollo.

   Cuando entra en escena, de Rosalía se afirma que «era feliz aunque ella misma no lo supiera», porque dado su carácter y su educación «ella misma se había forjado un limbo» en el que habitar sin mayores pesares, hasta que la vida se empeña en alterar la existencia más insignificante ocasionando una reacción en cadena de la que ya se verá cómo diantres se sale. Si bien intenta cambiar, diría que por ahí anda la clave de bóveda de su edificio moral; a pesar de que en tal sentido sea animada por otro personaje -Horacio- (quien descarga sobre los hombros de Lía todo el peso de la rebelión mientras sopesa hacia dónde ir con su fe), la protagonista es hija de su entorno, de un tiempo histórico que sería un disparate intelectual condenar desde la comodidad (ignorancia, prejuicios y ofensas azucaradas) del siglo XXI, y digo esto porque resulta que ahora es menester entrar en tales matices y así poner freno al devastador virus de la escasa comprensión lectora.

   Toca el turno a don Juan Crisóstomo de Gibralfaro. «¿Necesitaremos decir que era carlista?», lo era, tanto «como es carnicero el león y medroso el ciervo». Me refiero al padre de dos criaturas, Rosalía y Mariano, para quien la vida es el resultado de estar ubicado entre los muros de la casa, saber que en el interior de las arcas propias se apiña una gran cantidad de monedas, aunque las apariencias hagan intuir más de lo deseado, y por último, acudir a su mentor tanto como a La Esperanza, ‘pozos’ de donde extrae los cubos rebosantes del néctar con el que hidrata cuerpo y alma.

   Como sea que presiento cierto estado de agitación en torno a lo aseverado allende el arranque de este texto, sepa que mi afirmación en torno a la esencia cervantina que se desparrama en Rosalía, aparece tras el ejemplo expuesto más arriba y se va extendiendo entre otros intervinientes, por ejemplo, cuando de describir a Don Juan se refiere, trasladando al lector hasta Alonso Quijano, diciendo: «Era en lo físico de edad poco menor que la del siglo, de carnes enjutas, cuerpo largo, muy derecho de andadura...» mientras que de los asuntos alimentarios que se estilan en la casa de Crisóstomo, Galdós vuelve al guiño hacia Don Miguel: «En la olla no cabe duda (…) que más abundaba la vaca que el carnero, aunque la carne de éste regocijaba extremadamente a nuestro héroe...». Ocurre algo similar con el pobre diablo de Cayetano Guayaquil, un indiano a quien su regreso con las alforjas repletas dejó con las vergüenzas al viento. De éste tipo se dice que atrapado por una pobreza crónica vergonzante que consumía a la familia, el bueno de Cayetano «que no se desdeñaba de manejar el arado y la hoz, cual si fueran las más gloriosas armas de la caballería andante», resolvió irse por esos mundos.

   Pero aunque he dicho lo escrito (!), a la personalidad de Don Juan habría que añadirle otra faceta, una que emparenta con ese momento cumbre de la Margarita Gautier retratada por Alejandro Dumas, cuando ella, pobrecica mía, cree ver una súbita recuperación de su devastadora enfermedad y los lectores con el corazón en la boca, asistimos al trágico final cuya descripción me reservo por pudor. No queda aquí el asunto, porque ausente de mi espíritu cualquier pretensión de emular a un minero, mas, cuando también esa actividad ahora está muy mal vista, golpeo con una barrena ecológica hasta desentrañar la presencia de Charito, atrapada en una suerte de empanada caballeresca, de mina improductiva, que confundiendo la ficción con esa anhelada realidad que era incapaz de sujetar, optó por convencerse que no existe mayor presente que fiar todas las expectativas a unas páginas pobladas de sandeces (como esas historias de caballeros andantes que tan mal cuerpo ponían a Miguel de Cervantes) e intentar emular las proezas escritas que ella devoraba sin tino alguno. No obstante, y como si formara parte de alguno de esos episodios de lucidez que visitaban al Caballero de la triste figura, Rosario se enorgullecía de haber leído La dama de las camelias «doce veces y media, viéndose afectada de vagos deliquios y de dulces arrobamientos durante tan grata tarea». En definitiva, la gran admiración que Galdós sentía por Cervantes se plasma en esta novela a modo de homenaje y asunción del discurso del genio alcalaíno, añadiendo una sentencia del autor grancanario a cuenta de dos pasiones que conducían al embrutecimiento: «Dormir y leer novelas españolas de las de a cuartillo de real la entrega», en este caso, como diría Armas Marcelo, dispongo de tiempo para discutir sobre eso.

A modo de conclusión

   Esta novela condensa una parte importante de los asuntos que preocupan a un Pérez Galdós que cuando la escribe tiene veintinueve años: El empleado público, la religión, el papel de la prensa y la opresión que sufre la mujer. Como podrá ver, por tres de ellos pasan los siglos sin apenas cambios significativos, a pesar de haber desaparecido el manguito del oscuro oficinista, sea ministerial, local o el jefe de una estación de ferrocarril, como también sucede con la tecnología digital en los periódicos, mientras que con respecto a la mujer, me parece que hemos avanzado tanto como para no insistir en ver trogloditas por doquier: Las españolas pueden hacer lo que deseen y no precisan de observatorios desde el que escrutar cada una de sus decisiones como si sufrieran algún tipo de minusvalía congénita. ¡Oiga!, ¿Qué pasa con la Iglesia?, pregunta un lector anónimo. Pues pasa que con ella ¿o serán ellas? hemos topado.

Refiriéndome al primer asunto, Don Benito no pierde la ocasión de ‘acariciar’ la faz de unos empleados públicos convencidos, tanto ayer como hoy, de que únicamente deben lealtad al empleador mientras que el usuario (contribuyente) no es más que un mal necesario del que sólo puede esperarse preguntas, dudas y zozobras.

Del alimento espiritual, el maestro dejó buenas muestras de lo que opinaba a lo largo de su producción literaria y en el caso de Rosalía, el honor de las dudas, quebraderos de cabeza y pesadillas varias, corresponden a Horacio Reynolds, un sacerdote protestante a quien el naufragio de un barco lo conduce a otro hundimiento cuyas vías de agua tienen que ver con el alma y el músculo cardíaco. El inglés que llega a España buscando sin haber hallado, encuentra la felicidad que se torna en angustia. Se debate entre su obligación familiar, la amenaza de vida disipada o quién sabe si una vuelta de tuerca teológica. Surge la cuestión moral de unos y otros.

Incluso Mariano, el hijo díscolo de Don Juan Crisóstomo, el cabeza hueca que se hunde en las trampas que Madrid pone a sus pies, alcanza el momento cumbre de su existencia hasta el punto que su alma «experimentó una vivísima y repentina iluminación» de esas «tan raras en la vida, que permiten ver en todo su horror» los abismos de maldad que tenemos en ella. Respirar profundamente y abrazar el arrepentimiento fue todo un descubrimiento para el causante de las penas paternas.

Se refiere Galdós a la prensa con una contundencia que deja entrever los aromas pútridos nacionales y que Henrik Ibsen, en otro contexto, reflejaría diez años después en Un enemigo del pueblo. Resulta que un tal Picio, plumilla que sobrevive entre el sablazo y un hambre casi endémica, confiesa que el periódico para el que trabaja ha dejado de enarbolar la defensa de las clases conservadoras porque esos desagradecidos les han retirado la subvención «y nosotros necesitamos vivir, de aquí que tengamos ahora que atacarlas». Así que la línea editorial pasa al ataque lanzando lemas como «Guerra al capital, guerra a la propiedad y guerra al monopolio». El diario se llama La Antorcha y en palabras de Picio, es un «periódico atroz», añadiendo que desde que han variado el rumbo «no sabe Ud. cómo ha aumentado la suscribción (sic)». Repito: la novela se escribió en torno al año 1872, no sea que algún espíritu calenturiento vea similitudes con estos tiempos que padecemos.


   Podría concluir con una sucesión de loas y fuegos de artificio, mas prefiero llegar a este humilde punto y final.




jueves, 4 de agosto de 2022

El antídoto de la insistencia

 

   La mala suerte me acompaña. Y aunque no creo en gafes, elfos, druidas y la madre que parió a tanto bicho jardinero, insisto en lo dicho: La mala fortuna se ha instalado en todo aquello que tiene que ver con la leyenda negra cuyo protagonismo corresponde a España desde -tal vez un poco antes- aquel siglo XVI tan ‘bajonaranjero’. Me explico… o no.

   Resulta que insistir en el estudio de tal manifestación de ‘cariño’ hacia todo lo que significó el Imperio español para la Historia universal debe concluir de forma inmediata, porque como afirma algún que otro hispanista francés, británico ¿y vanuatuense?, el tema no da para más y tal empecinamiento sólo provoca sonrojo entre las élites europeas, tan dadas a colorear su rostro por los pecados ajenos, rebosantes ellos (las culpas ajenas) de todo el mal conocido del uno al otro confín. Mas, ¡vaya por Dios!, sucede que un grupo de historiadores persiste en su empeño por dar a conocer la tal Leyenda negra.

   Supongo, dado que a mí no me llama hispanista alguno para sacarme de mi gusto por conocer el ayer de mi Nación, el hecho de que tales seres de luz insistan en su objetivo de  continuar propagando el por qué de esas infamias contra la historia, resulta lo más próximo a esa incomodidad que ocasionan las hemorroides. Es el signo de que las cosas se están haciendo muy bien.

Hollywood contra España (Espasa, 2022) de Esteban Vicente Boisseau.

   María Elvira Roca Barea, Marcelo Gullo Omodeo y el autor que protagoniza esta pieza, se han convertido en una suerte de punta de lanza (pensé en escribir: «Han puesto su pica en el particular Flandes de las mentiras».), con la honesta intención de hacer llegar, desmenuzar en la medida de lo posible, todos los aspectos que durante siglos han intentado socavar cualquier atisbo de dignidad a la gesta española. Sé que uno de los principales obstáculos para remover tamaña losa, que no es otra que la asunción de la tergiversación por parte de muchos españoles e hispanoamericanos, goza de una excelente salud y aquí, entiendo, se está frente a una singular paradoja. Resulta que tanto esos españoles como los habitantes de las naciones americanas muestran su rechazo a la historia común porque se han empeñado en no conocerla instalados en la comodidad de una sarta de patrañas que han pasado de generación a generación emulando el orgullo de cierta mortadela.

   Que Hollywood… es un gran trabajo de investigación y recopilación de datos es un hecho innegable que debe ser destacado desde el primer momento. Vicente Boisseau ha hecho un repaso (diría que épico) a la producción cinematográfica y televisiva anglosajona donde se puede comprobar como, y en contra de lo que manifiestan esos hispanistas a los que se nota algo nerviosos, la Leyenda negra continúa gozando de una salud a prueba de quejas con la boca chica -en el mejor de los casos-. Pienso, y pido disculpas por tal atrevimiento, que la llamada de atención de tales hispanistas (¿Dónde carajo están los germanistas británicos y los alemanes anglófilos?) con el fin de pasar la página negro legendaria, está íntimamente ligada al hecho de que las tornas se están volviendo, lenta pero inexorablemente. Mientras tanto, Joseph Pérez se refugia en Los Inválidos y Henry Kamen se consuela con el «casi ganamos», tras la paliza recibida en Cartagena de Indias. Bah, pelillos a la mar.