Nunca
he sido partidario de compartir ni siquiera el ir y venir de las
páginas de mi vida; de igual forma que no entendería la obligación
de socializar el noble arte de respirar; o prolongar la vida de una
estilográfica para dar gusto al vendedor y así confirmar que la
suya ha sido la mejor trazadora de vocales y consonantes que ha
pasado entre mis dedos.
Y
así estoy, moderadamente orgulloso de mi existencia; y aquí estoy,
en esta góndola desde la que observo los embates del mar, las
caricias con las que la mar premia este instante de mi vida mientras
leo, mientras escribo [y tal vez describo] las idas y venidas de esas
páginas de aquel libro que me recuerda lo aislado que se puede
estar, no en una isla, y sí en un islote, por muy grande que parezcan [el islote o la isla].
Así
que, mientras la góndola protege mi vida, en tanto mi vida se
tambalea como cualquier existencia que se precie, ignoro recuerdos, abrazo presentes y saludo ¿por qué no? al distante que en su góndola cuenta el paso
de su vida, golpe de aspa tras golpe de aspa.