lunes, 14 de agosto de 2017

Al otro lado del encuadernado

Cuando yo (el otro yo) era pequeño en tamaño y corto en la edad, me agarraba a una de las manos de mi padre –o un señor de características similares– y emprendía un viaje que concluía junto al estanque de los patos, previo paso por un exuberante puesto de riquísimas porquerías que mi estómago, aún virgen de vicios, recogía con inocente jolgorio. Luego tocaba el regreso a casa donde esperaba el resto de la familia: Era un domingo.

Cuando yo (el otro…) fui cumpliendo años y perdiendo la costumbre de agarrarme a cualquiera de las manos de mi padre -ya sabemos lo valiente que nos volvemos con el paso del tiempo- y opté (optó) por reconvertirse en un gilipollas a finales de los años setenta, muy pocos hubieran apostado por su futuro como ‘sexador’ de textos. El pobre no tenía la menor idea de dónde coño se metía.

Y cuando la edad se lo permitió (o me lo pude permitir, que nunca se sabrá) sin apenas tiempo para entender qué se traía entre manos esa señora, -aquel verano-, con el pobre de Hoffman, nuestro protagonista descubrió qué significaba la palabra amor: Una patada en el mismísimo centro de todos los equilibrios que las emociones puedan soportar.
Confieso que al escribir esta historia estuve tentado de utilizarme como referente autobiográfico (u objeto del deseo) y de esa forma evitar el esfuerzo intelectual a todas luces innecesario que me habría llevado por el camino de la creación de un personaje; tal vez lleno de virtudes y posiblemente más atormentado de lo deseable en estos tiempos. Y no, no me estoy liando.



Cuando tuve la edad necesaria para olvidarme de todos aquellos que siempre debieron importarme un carajo y había acumulado una experiencia laboral envidiable, no tuve duda alguna de que el final estaba próximo. Cuando disfrutaba al otro lado de la encuadernación como un niño con un chupa chups sabor naranja, me tuve que sentar precipitadamente en la primera silla a mano, miré (miró) hacia todos lados y comprobó cuán solo estaba; mas para abandonar este mundo nunca se dijo que fuera imprescindible contar con público.
Cuando mueres ¿qué más se puede pedir?


miércoles, 9 de agosto de 2017

Verbos para no morir

Elogiar a un desconocido por haber sido testigo de cómo otros babeaban a su paso, debería preocupar a los amigos, familiares y terapeutas conocidos.
Aplaudir hasta perder la sensibilidad en las manos porque leíste que estar cerca del poderoso puede ayudarte a progresar socialmente, es otro síntoma que tus allegados no deberían pasar por alto.

Decidir que el suicidio es la opción más acertada porque un día te aconsejaron ver un documental en televisión sobre la autoafirmación, es de un ser humano con luces sin bohemia.
Rendir las armas en una guerra no declarada, ante enemigos que desconocían tu existencia y en ausencia de testigos ignorantes de su papel, es el epílogo que nadie querrá leer.

viernes, 28 de julio de 2017

Una existencia

Nunca he sido partidario de compartir ni siquiera el ir y venir de las páginas de mi vida; de igual forma que no entendería la obligación de socializar el noble arte de respirar; o prolongar la vida de una estilográfica para dar gusto al vendedor y así confirmar que la suya ha sido la mejor trazadora de vocales y consonantes que ha pasado entre mis dedos.
Y así estoy, moderadamente orgulloso de mi existencia; y aquí estoy, en esta góndola desde la que observo los embates del mar, las caricias con las que la mar premia este instante de mi vida mientras leo, mientras escribo [y tal vez describo] las idas y venidas de esas páginas de aquel libro que me recuerda lo aislado que se puede estar, no en una isla, y sí en un islote, por muy grande que parezcan [el islote o la isla].
Así que, mientras la góndola protege mi vida, en tanto mi vida se tambalea como cualquier existencia que se precie, ignoro recuerdos, abrazo presentes y saludo ¿por qué no? al distante que en su góndola cuenta el paso de su vida, golpe de aspa tras golpe de aspa.

domingo, 23 de julio de 2017

El laberinto de un insensible

Su aproximación a la papelera fue digna candidata --o incuestionable ganadora-- de una tesis sobre la arrogancia.


Tras una breve pausa, acompañada de un sutil movimiento de muñeca, dejó caer dentro del recipiente el que instantes antes fuera el envoltorio de unas grageas para la tos. La dama hizo un breve apunte al estilo de los que Mahler concluyó; vamos, cual si fuera uno de sus lieder y quienes desde el patio de butacas fuimos privilegiados espectadores, nos miramos durante unos instantes y sin emitir sonido alguno concluimos que aquel momento debía ser borrado de nuestros tristes cerebros, porque no todo lo que aparenta interés conviene que ocupe el mínimo espacio sinóptico.

                                          

lunes, 15 de mayo de 2017

La tiranía como fundamento liberador: Breve ensayo en negro

Me llamo Ernesto de Overdrojgen y estoy apurando los últimos días de mi existencia. Nadie podrá decir que fui una mala persona pero jamás escucharán que de boca humana salga un simple halago. Cuando muera, no solo el polvo cubrirá mi ataúd, una espesa capa de olvido se posará sobre la memoria. La mía es, simplemente, la muerte definitiva. Mas, antes de tan aciago día quiero dejar constancia de una idea por la que daría la vida, aunque mil vidas costara.
Los humanos somos una especie algo compleja —sostener lo contrario tiene buena prensa entre las hordas binarias— aunque no tanto si repasamos algunos momentos de nuestra ¿larga, intensa y llena de matices? existencia en esta bola. Me atrevo a decir que en esos episodios, las amebas e incluso las repulsivas cucarachas, nos han superado en la toma de decisiones; han demostrado una envidiosa capacidad de análisis y una pasmosa facilidad para decantarse por las decisiones adecuadas según el contexto. Mientras tanto, y en situaciones parecidas, los hombres han optado por la lágrima fácil y la búsqueda de una deidad que tuviese todas las respuestas a dudas que ni siquiera sabíamos que existieran: Los dioses, aún menos (me refiero a las dudas).
Pero este modesto introito no tiene otra justificación que la de servir de punzante introducción al tema sobre el que gravitan mis pensamientos en estos últimos tiempos, exactamente desde aquel año en el que en España hizo acto de presencia en plazas, parques, ensanches y circunvalaciones el movimiento de la gente; pero no de unos cualquieras, aquella época primaveral sirvió para expandir la semilla (abejas obreras de los quinientos euros mediante) que tras el proceso de germinación facilitó que los otrora capullos terminaran por eclosionar en coloridas flores en un hábitat la mar de divergente.
¿Y por qué estoy haciendo esta reflexión? porque un día encontré en una librería de viejo un minúsculo libro de algo más de doscientas páginas escrito, según me dijo un experto, en un Latín rudimentario. Aquel conjunto de palabras sostenía como columna vertebral la tesis según la cual el avance social sólo es factible siempre que se haya vivido bajo la más cruel de las tiranías, porque de lo contrario los hombres “nos dejamos mecer por el sopor de la vagancia” y añadía que ese era el “camino para dejar las puertas abiertas al mal que se enquistará en nuestras almas por siempre.” y concluía afirmando: “Ignorantia autem odium, et nos cace sumus.”

Algo confundido y por qué no confesarlo, también con una sonrisa de lado a lado, me perdí por frondosas alamedas meditando sobre lo que había leído cuando al pasar junto a un templo mi ojos se fijaron en una pared donde rezaba: “La mejor forma de predecir el futuro es inventarlo.” Cuando estaba buscando el sentido exacto al texto oí un grito que provenía del interior del templo, alarmado, me dirigí hasta allí ignorando —pobre imbécil— que esa decisión iba a cambiar mi vida.

Entiendo, a pesar de los reproches que me dispensó toda mi familia, que la tiranía fomenta, sin duda, la cohesión social entre los grupos que históricamente han mantenido enfrentamientos cuyos objetivos eran, por un lado, materializar la mejora de sus condiciones de vida, desde la mera supervivencia hasta consolidación de todo el corpus de derechos y obligaciones; mientras que la batalla del grupo dominante ha pivotado alrededor de no perder excesivamente o ceder lo justo dentro de un orden ––ahora lo llamarían posicionamiento estético––. Pero esa convergencia de intereses no es menos importante si nos referimos a los iguales, que por diversas razones se fueron organizando en subgrupos dizque por un plato de lentejas, o tal vez por un techo de hojalata. Vamos, que se ahondaron las contradicciones a mayor ‘gloria’ del comprador y éxtasis del vendedor.
Pero qué mejor forma de entender mi planteamiento que ilustrando lo dicho anteriormente… pero aviso que cualquier parecido con la realidad a lo peor no es pura coincidencia. No obstante, aunque muchos ejemplos salpican los anaqueles de la historia ruego cierto margen de comprensión occidental.
Imaginemos una nación próspera —pero sin pasarse— gobernada de forma alternativa por dos organizaciones políticas preocupadas por el bien común de unos pocos aunque la mayoría tuviera la percepción —alucinación colectiva— de todo lo contrario. Pues bien, esa nación prosigue su devenir histórico y sentimental mientras que en los cimientos, unos pocos que formaban parte de la estructura, hartos de esperar su turno, aprecian grietas y ¡oh diosa de la Fortuna! ven la luz: Llegó el momento de la emancipación, se acabarán las injusticias porque los que estaban bajo el yugo de los poderosos se transformarán en la bota que los aplastarán y allí surge el sátrapa de sonrisa embaucadora rodeado de un número limitado de cortesanos (hijos de puta en estado puro). Es posible que hasta el propio Darwin derramara unas lágrimas, preguntándose de qué sirvieron las fatigas en el Beagle.
Alcanzado el gran objetivo liberador y entronizado el líder, lo demás llegó por pura inercia, desde los múltiples comités para la defensa de esto, lo otro y lo de más allá, hasta el primer discurso septembrino en ese organismo supranacional validador de obviedades en cuya fachada acristalada se reflejan las aguas del East River.

Hasta llegar a la puerta del templo los gritos se habían repetido en dos ocasiones y parece que el único que se había enterado era yo si consideramos que tanto un grupo de neozelandeses en viaje cultural como otro de alumnos del cercano seminario estaban enfrascados en un intercambio de insultos dignos de una sociedad moderna. Pero cuando alguien se compromete ¿qué importa el entorno?
A mitad de camino entre la pila bautismal y el altar pude ver lo que al principio me pareció un cuerpo tendido, pero al acercarme mi corazón se encogió: entre un gran charco de sangre una mujer sangraba por el cuello mientras protegía entre sus brazos a un bebé decapitado. Y estos horrores ocurren, y hay que contarlos sin medias tintas porque yo he mirado a la muerte una y cien veces; porque me ha rozado, robado y porque la muy ramera siempre está amenazando.

De vueltas a mi ensayo y refiriéndome al asentamiento del proceso revolucionario, no puedo dejar de señalar que tanto el líder supremo como su grupo van aumentando la presión sobre los oligarcas que extrañados por semejante desatino (¿para eso financiaron a esos palurdos?) descubren, que de perdidos al río, no hay mejor pose que subirse al carromato —sobrios— y enarbolar la enseña patria que hasta ese instante era objeto decorativo. Sus hijos, nietos o hermanos con edad de merecer se enfundan pantalones vaqueros, camisetas de un blanco virginal y gritan ¡Libertad! Y se juntan con parte del pueblo; y se enfrentan a parte del pueblo y se reconvierten en sujetos que sudan glamour mientras ofrecen ruedas de prensa. Y el mundo los observa y se establecen los bandos; de las filias y las fobias no se escapan ni las vías pecuarias que van desde las islas Aleutianas hasta Ontario y desde las Malvinas pasando por Gibraltar hasta hacer parada y fonda en alguna plaza Mayor.
Del otro lado del tablero están los tiranos, que hace tiempo que incineraron sus caretas y de estupor andan: bien, gracias; reclaman la solidaridad internacional, pero esos déspotas desconocen que están incubando el virus que ralentizará, que acabará con su proyecto. No saben que han hecho las veces de catalizador entre los grupos dominante y el de servicios varios. Pero esa confluencia no es otra cosa que una alucinación cuyos efectos pasarán al día siguiente de enterrar los restos del paraíso, porque no hay mejor ocasión para unir voluntades que vivir entre tiranos: La democracia alcanza todo su sentido.

Los restos de guantes de látex y gasas además de la cinta policial que delimita la zona junto a la presencia de varias personas, conforman el decorado del templo. Y envolviendo la escena hay tanto silencio, que me atrevo a confirmar que se parece mucho al que percibía un minuto antes de que introdujesen mi cadáver en una bolsa de plástico.