Aunque no esté bien que lo diga yo, puedo afirmar
sin duda alguna, que fui un niño bueno, solidario, amante de los animales y
piadoso, hasta el punto, de que llegué a valorar la posibilidad de ingresar en
una orden monacal. Desgraciadamente, la experiencia como monaguillo alejó de mi
la inocente pretensión: El cura nunca quiso repartir el vino entre el personal
eventual.
Pero como el tiempo todo lo cura (cicatriza) me refugié entre los cálidos brazos del novedoso
aparato de televisión. Una caja que aún no había sucumbido a la tontería del
maldito zoom de Valerio Lazarov, si
bien, con Uri Geller a la vuelta
de unas cucharillas.
Desde un principio tomé la decisión de no sentir un
exceso de apego por las series de dibujos animados que poblaban la pantalla,
creo que aquella determinación me libró de ser un adulto atrapado por
innumerables mitomanías ¡Qué ingenuo he sido!
No obstante, considero que es el momento de ir al
meollo de la cuestión y que en mi caso no es otro que los recuerdos animados que dejaron algunos personajes;
de fino trazo unos, de insoportable existencia, otros.
Entre los primeros, se encuentran El Coyote o Silvestre. Por el contrario, el lector sagaz (entre los que se
encuentra usted) habrá adivinado que el Correcaminos
o Piolín ocupan un lugar destacado
en el altar de la ignominia, de la mayor miseria moral que se haya dibujado
hasta la fecha. Porque nunca tan pocos exhibieron tanta mala baba en 24
fotogramas por segundo.
Y empiezo por El
Coyote, (Canis latrans) un bicho
entrañable que junto al despreciable Correcaminos
(Geococcyx californianus) vieron
la luz en 1949 de la mano del animador Chuck
Jones, quien para su creación se inspiró en un libro de Mark Twain titulado Roughin It en el que el inolvidable padre de Tom Sawyer
señalaba la posibilidad de que coyotes hambrientos pudieran cazar correcaminos.
Resulta evidente que atrapar a semejante engendro
corredor nunca pasó de una posibilidad, si se tienen en cuenta la sucesión de
fracasos a los que se vio abocado El
Coyote, y eso, a pesar de que usara
126 productos de la Corporación ACME:
La entrega en cuerpo y alma de uno, su compromiso ante un objetivo tan básico
como alimentarse, frente a la insolencia, el desprecio y el mayor de los
pitorreos del Correcaminos, que
vendido como graciosa víctima, siempre fue un ser despreciable. Un ave
egocéntrica protegida por unos dioses a los que sólo importa; tanto ayer como
ahora, defender al fuerte y condenar al eterno desaliento a quien busca el
honor con el sudor de su frente. Luego hablarán de las metáforas y de otras
zarandajas.
Dispuesto como estoy, por si queda alguna duda, en
pasar al cobro algunas facturas, tengo a bien dirigir mi atención al
universo que el maestro Friz Freleng
creó en 1946. De entre todos sus hijos me detendré en la figura del gato
Silvestre, un precursor de lo que
tiempo después hemos dado en llamar pringao.
Un ser en cuya vida se
cruza un cargante pájaro canario que responde al nombre de Piolín y que convierte al minino en un alma en pena y sin bocado
con el que homenajearse.
Es imposible escuchar la enervante frase: “Me
pareció ver un lindo gatito” y no sufrir un ataque de ira. Además, en este
caso, el gato no sólo es una clara víctima de un abusón, enano y cabezón; en el
día a día de Silvestre se cruzan
varios personajes que hacen de su existencia un calvario: Desde el canguro
experto en boxeo que lo muele a golpes, pasando por el bulldog zumbado y
acabando en la entrañable abuelita, candidata a quedarse sin la pensión
ni plaza en el geriátrico.
A veces, concluir no es más que un alto en el
camino, un pretexto que sirve para retomar con nuevos bríos la empresa en la
que hemos puesto nuestras ilusiones. No obstante, antes de finalizar mi
particular reivindicación de la memoria histórica de dibujos animados, haré
parada y fonda en el muelle por donde arrastra sus miserias el infumable Popeye, nombre que en el argot de la
mar anglosajona significa ojo tuerto.
El marinero de la cachimba salió del trazo del
norteamericano Elzie Segar
apareciendo en una famosa tira cómica en 1929, evolucionando de un papel
secundario a un protagonismo abyecto. A todas luces infumable,
pero que se justifica, entre otras razones, dada su afición a la ingesta de
espinacas, (tan sobrevaloradas) a las que algunas malas lenguas (leyendas
urbanas dixit) atribuyeron propiedades alucinógenas ¡Malditos conspiranoicos!
Pero en el universo popeyero, existen Brutus y Olivia. Ésta, atrapada en lo que podría considerarse como una existencia
dual, una doctora Jekyll, una señora Hyde: verdugo ante la insistencia de quien
es un sempiterno acosador, Brutus, y
una evidente víctima del más rancio machismo encarnado en la figura del
carahuevo de Popeye.
Un quiero y no puedo en el que un detestable Coco Liso, hijo por correspondencia del
prota, (asunto que habría requerido la intervención de alguna ONG
pro-infancia), participa de una existencia infame, absolutamente alopécica.
Nada bueno puede esperarse de alguien, teniendo semejante espejo en el que mirarse.
De Olivia
Olivo, nuestra dama, convendría decir que transita entre el postureo a
lo brutus, del que huye al grito de: ¡Popeye, socorro! para
tiempo después, dejarse alabar nuevamente por el salvaje y dedicando, por
enésima vez, sutiles carantoñas a su actual novio. Puro estereotipo, que
como sus compañeros, hizo un flaco favor a su existencia de ficción.
Llegados al final, recordaré que a pesar de los pesares y los sustos en el baño,
las espinacas no tienen propiedades extraordinarias, por mucho que se afirmara que estas plantas presentaban un
alto contenido en hierro. Un error, que aunque se descubrió en los años 30, no
fue publicado hasta que en 1981
argumentos científicos así lo evidenciaron.
A pesar de las medias verdades verdes, una certeza
acompañará el resto de mis días: Los malos modos no conocen hábitat, sea éste
fruto de sutiles trazos a lápiz o hijo del más rancio ADN.
Brutus
¿Tú también?