Cuando
yo (el otro yo) era pequeño en tamaño y corto en la edad, me
agarraba a una de las manos de mi padre –o un señor de
características similares– y emprendía un viaje que concluía
junto al estanque de los patos, previo paso por un exuberante puesto
de riquísimas porquerías que mi estómago, aún virgen de vicios,
recogía con inocente jolgorio. Luego tocaba el regreso a casa donde
esperaba el resto de la familia: Era un domingo.
Cuando
yo (el otro…) fui cumpliendo años y perdiendo la costumbre de
agarrarme a cualquiera de las manos de mi padre -ya sabemos lo
valiente que nos volvemos con el paso del tiempo- y opté (optó) por
reconvertirse en un gilipollas a finales de los años setenta, muy
pocos hubieran apostado por su futuro como ‘sexador’ de textos.
El pobre no tenía la menor idea de dónde coño se metía.
Y
cuando la edad se lo permitió (o me lo pude permitir, que nunca se
sabrá) sin apenas tiempo para entender qué se traía entre manos
esa señora, -aquel verano-, con el pobre de Hoffman, nuestro
protagonista descubrió qué significaba la palabra amor: Una patada
en el mismísimo centro de todos los equilibrios que las emociones
puedan soportar.
Confieso
que al escribir esta historia estuve tentado de utilizarme como
referente autobiográfico (u objeto del deseo) y de esa forma evitar
el esfuerzo intelectual a todas luces innecesario que me habría
llevado por el camino de la creación de un personaje; tal vez lleno
de virtudes y posiblemente más atormentado de lo deseable en estos
tiempos. Y no, no me estoy liando.
Cuando
tuve la edad necesaria para olvidarme de todos aquellos que siempre
debieron importarme un carajo y había acumulado una experiencia
laboral envidiable, no tuve duda alguna de que el final estaba
próximo. Cuando disfrutaba al otro lado de la encuadernación como
un niño con un chupa chups sabor naranja, me tuve que sentar
precipitadamente en la primera silla a mano, miré (miró) hacia
todos lados y comprobó cuán solo estaba; mas para abandonar este
mundo nunca se dijo que fuera imprescindible contar con público.
Cuando
mueres ¿qué más se puede pedir?