viernes, 3 de diciembre de 2021

Literatura y expectativas

Las expectativas exigen un acto de fe, y como tal, el creyente está en la obligación de tragar sin rechistar aunque en ello le vaya la existencia mundana. En esta ocasión traslado tal estado de ánimo al hábitat literario.

Leer una primera novela y aplaudir ante el acierto del autor, –y donde digo acierto, afirmo que lo suyo es pura excelencia–, es una experiencia que llena de gloria al escritor, hace que el editor se diga «chaval, tú vales mucho» y anima al lector hasta el punto de anhelar el próximo trabajo. Ahora bien, a nadie se le escapa, salvo al tarugo, que dejar el pabellón a cierta altura obliga y mucho, tanto es así, que inmediatamente surgen preguntas del tipo ¿Qué tema abordo en la siguiente? ¿Debo repetir género? ¿Meto –entiéndase el contexto– sexo o acabo con las existencias de vísceras? Veamos cómo salgo del jardín o termino ahorcándome en un rosal, porque no se olvide que en este asunto, soy parte interesada.

No voy a entrar en mares que se dicen muertos pero cuyas mareas esconden trampas de imposible navegación. Cuando el autor decide emprender la aventura de escribir un libro -los prospectos están fuera del canon literario-lo hace sin que nadie haya exigido tamaño compromiso, ni exista clamor popular y mucho menos se vislumbre una cola de editores frente al edificio de protección oficial donde vive, gracias a que sus padres se rompieron el alma para tener un techo que protegiera las testas familiares. Si le han dicho lo contrario, haga el favor de abandonar la lectura de esta pieza ‘musical’.

Como lector que se decanta por los textos con aromas barrocos –pero no siempre–, he saboreado historias inaugurales con tal nivel de calidad, que además de aplaudir, me preguntaba cuándo tiempo habría que esperar hasta la siguiente novela. Pasaban los meses y sin novedad en el frente. ¡Ay, qué sufrimiento!

Entonces rebuscaba entre las publicaciones que avisan de las novedades –también literarias– que inundarán los anaqueles, escaparates y pasillos, y nada de nada. Preguntaba a los amigos,«Chacho, no me rayes»; sondeaba a ciertos editores de aviesa mirada, «¿Tú crees que estoy para esas chorradas?»; visitaba alibreros de paso corto, «Subvenciones busco»; distribuidores con pagos pendientes, «Así no hay manera»,y en el colmo de la inocencia, interpelaba a colegas de fatigas, alguno de los cuales me respondía con un desabrido «A mí no me preguntes por ese»

Sin uñas y desanimado, me sumergíaen mi nuevo proyecto literario convencido que esta vez mi trabajo seríareconocido por la gran crítica ajena a los cambalaches editoriales, y definitivamente las hordas lectoras se lanzaríande cabeza en busca de mi nueva obra. ¡Qué gilipollas!

Y así transcurrían los días, sumido en las tribulaciones creativas, embargado por múltiples emociones, paralizado por miedos ancestrales, divorciado de mi musa (o muso), soportando los gritos en el patio de vecinos y con mi familia reclamando alimentos. ¡Soy un creador!, gritaba.

Suena el teléfono… Mañana es el día.

Tras desembarazarme de todo bicho viviente, (¡hambre, tenemos hambre!) previa reserva de mesa en un bar, la casa quedó en silencio. Observé la cubierta y sonreí; miré la contraportada pero no leí los elogios. Abrí el libro y pasé por la portadilla, fachada, página de créditos, dedicatoria, lema y… llegué al inicio. Aquí hago una pausa que usted debe entender como el tiempo que me reservo para leer.

Vale, pues aunque parezca escasa, -la pausa-, imagínese todo lo contrario. ¿Estamos? Tras las diez primeras páginas mi ánimo anda desanimado. Treinta y siete páginas más tarde, o sea, la suma de lo primero y lo siguiente, más que desanimado, estoy mosqueado. Leo, aparto la vista, observo un cuchillo jamonero que ignoro por qué está ahí, y regreso a las páginas. Seis más y nada, y en ellas hay tan poco, que se me ralentiza el ritmo cardíaco. Puf… 

Suena el teléfono. Mi familia me dice no sé qué del hambre y la falta de dinero. Hablo con el dueño del bar para ampliar el crédito. Sigo leyendo, pero antes visito el baño. Tengo flojera intestinal. Me miro al espejo, pero no, no me devuelve una imagen distorsionada, lo que me envía es un ‘hostión’ en toda regla. Abatido, vuelvo sobre mis pasos con tan mala suerte que estoy a punto de clavarme el cuchillo jamonero entre el dedo gordo del pie derecho y el otro dedo, cuyo nombre olvido frecuentemente. ¿¡Qué coño hace ese cuchillo ahí!?, pero no existe una respuesta creíble.

Estoy a mitad de lectura y parece que llevo toda la vida. Así de árida está mi existencia lectora. Así lo cuento… 

Suena el teléfono. Es mi esposa que dice no sé qué de que me puedo ir a tomar por culo; que no quiere regresar a casa y que un italiano le ha ofrecido un trabajo en el bar donde han comido. Cuelgo. Lectura en vena. De repente, noto que mi alma sangra, la vista se nubla, mi espalda se vence… una sensación de humedad recorre mi entrepierna ¡Me cago en todo!, grito, pero afortunadamente ha sido un breve escape de agüita amarilla. Sonrío como cuando era un niño, tomo otra copa de burbon y observo que el pasapuré está junto a la mesilla de noche. No quiero distraerme. Leo. 

Faltan ocho páginas y todo habrá terminado, incluso la lectura. 

Punto y final. Cierro el libro, el bloc de notas sin notas, guardo el bolígrafo que se ha muerto de asco. Observo a mi alrededor y veo que el cuchillo jamonero y el pasapuré están junto al ordenador. 

No suena el teléfono. Las expectativas duermen el sueño de los idiotas. La fe es cuestión de creencias. 

De repente, pienso en el escritor y su ópera prima que reposa en el anaquel y hacia allí dirijo una mirada, diría que lánguida, fatigada.


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