jueves, 28 de noviembre de 2024

𝗣𝘂𝘁𝗿𝗲𝗳𝗮𝗰𝗰𝗶ó𝗻

 










Guerra Civil, Franco, cultura milenaria. Nosotros somos diferentes, Fascismo, Guerra Civil, Franco, pero… pero… no sé… cómo se dice en ‘castellano’. Estado represor. El contexto, idioma milenario, Guerra Civil, Franco…

El párrafo de apertura podría competir en un concurso de textos para representar cualquier bufonada patrocinada por individuos con una tara, cuya escora ideológica sobra explicitar y que muchos aún soportamos con impuestos, porque, al menos, nuestra dignidad está a salvo.

Lo que sigue es una breve reflexión tras ver, leer -y aguantar el vómito-.

Bajo el silencio. La sociedad vasca, espejismo de paz (Espasa, 2024) de Iñaki Arteta.

A pesar de la propaganda oficial, de la estrategia de chapa y pintura, entre nosotros conviven seres que pasean, beben, sonríen y reciben homenajes tras haber asesinado a personas cuyo único pecado fue el de no seguir al abanderado de las esencias raciales, el idioma milenario y una singularidad tal, que Roma tambalea mientras la historia española no les llega a la altura de cualquiera de los incontables zulos, donde además de armas y explosivos, enterraron vidas.

Que Iñaki Arteta ha hecho un trabajo impagable, tanto con el libro como en el documental del mismo título, para mostrarnos el rostro de los bárbaros, es un hecho que está fuera de toda duda. Pero si los testimonios etarras que se leen sobrecogen hasta la nausea, el documental pone las caras de seres absolutamente carentes de alma y rebosantes de odio, sí, odio, a pesar de que varios pretendan endulzar con sus respuestas, y otros, simplemente se muestren tal cual. Por cierto, me ha parecido un gran acierto que en la transcripción de las entrevistas se hayan respetados los balbuceos y los intentos por ‘arreglar’ lo imposible: La maldad.

Y concluyo con una mención especial para Felipe Larach, el periodista encargado de realizar las entrevistas, cuya profesionalidad fue puesta a prueba en un imprescindible trabajo, éste sí, de memoria histórica. En su caso, imagino que no hubo protector gástrico que evitara las arcadas.

Leer y ver o la absoluta putrefacción.


martes, 5 de noviembre de 2024

𝗕𝗿𝗶𝗹𝗹𝗼 𝗺𝗲𝗱𝗶𝗲𝘃𝗮𝗹


 








   Existieron aparentes oscuridades que brillaron más que el sol a pesar del empeño secular en mantener lo contrario. De entre negros nubarrones que prendieron en el imaginario colectivo amén de celeste, surgió una suerte de brillo que los herederos de aquellos extraordinarios  amanuenses, hemos ido descubriendo, separando el polvo de la paja. Parece que la afición a crear leyendas negras siempre ha gozado de buena salud.

La luz de la Edad Media (Ático de los libros, 2024) Seb Falk.

Adentrarse en los recovecos de un periodo histórico tan largo que abarca, según el consenso de los especialistas (sean muchos, pocos o demasiados, aquí es un asunto irrelevante) desde el siglo V hasta el XIV tiene su miga, pero si además el tema de estudio se centra en los avances científicos, nos encontramos ante un mundo apasionante.

Que el autor sea británico tiene su importancia porque durante la lectura surge ese espíritu isleño cuya detección tal vez está fuera del alcance del profano pero con un poco de mala leche lectora y recurriendo a colegas de otros ámbitos literarios, una suerte de ombliguismo asoma la nariz. No obstante, lo cortés no resta interés al texto.

Sirva como uno de los ejemplos que señala Falk en cuanto esa luz medieval, el trabajo de Paladio, un terrateniente romano del siglo IV, entre cuyas aportaciones en el avance del conocimiento destaca «un manual práctico de agricultura científica» de los últimos tiempos del Imperio romano. Pero ahí no queda todo, porque Rutilio Tauro Emiliano, que así se llamaba, advirtió sobre la toxicidad de las tuberías de plomo, aunque tales peligros, todo hay que decirlo, fueron detectados en el año 2000 a.C.

Esos números

Transcurría el siglo XII y nos hallamos en un periodo de transición entre la numeración romana y la indoarábiga (del 0 al 9) que arraiga en el occidente latino, una etapa que, indica el autor, es un gran ciclo «para la traducción científica cristiana» en el que destaca el trabajo de los eruditos de España y el sur de Italia quienes se vuelcan en la traducción al latín de las obras «más importantes del saber árabe y griego». Pero dicho esto, conviene recordar un aspecto fundamental para comprender cómo asume el cristianismo los avances científicos en una época que siempre se nos ha presentado como oscura, terrible y rebosante de cualquier horror imaginable. Si bien es cierto, que las aportaciones al conocimiento desde el mundo árabe-islámico son indiscutibles, siempre bajo la atenta mirada de la fe al igual que sucede entre los cristianos, resulta que con el paso del tiempo, de mucho, los primeros llegan a la conclusión, tal vez allá por el siglo VIII de nuestra era, de que habían obtenido las respuestas a sus dudas y que Dios era la única explicación a todo, fuera ese absoluto el cielo y la cama; el Derecho y la guerra.

Por contra, el desarrollo occidental desde el descubrimiento del astrolabio cuando rondaba el siglo I a.C. en la Grecia helenística hasta el año 1270 cuando los artesanos que trabajan para Alfonso X El Sabio -¡Sorpresa! España, otra vez-, descubren el mecanismo del reloj, como el resto de avances tecnológicos fruto del empeño de monjes, cuya inspiración proviene del Señor, irán separando, lenta pero inexorablemente, a Dios del hombre. Porque evidentemente los tímidos impulsos en el conocimiento eran indisociables de la fe, y un buen ejemplo lo ofrece Gregorio, el obispo de Tours, quien «a finales del siglo VI» escribe El curso de las estrellas, una guía que daba un «uso explícitamente religioso a la astronomía clásica», fruto de un arduo proceso de investigación.

Como indicaba, la separación de lo divino y lo terrestre costó mucho, pero jamás debe olvidarse cada uno de los pasos y su contexto histórico, de lo contrario sólo hay trampas al solitario. Espero que se entienda esta digresión.

Podría describir la importancia del monasterio de Ripoll (Gerona) que durante el siglo XI y junto a otros, tomaron la senda abierta desde el mundo árabe en torno al avance de los instrumentos científicos así como el papel que jugó Isidro, obispo de Sevilla, que se encarga de popularizar las siete artes liberales. ¡Hay tanto, mucho!

No obstante, todo debe concluir y en eso estoy ahora. Sólo cabe añadir que el texto objeto de este espacio es denso, requiere una adecuada dosis de sosiego y sacudirse, quien los tenga, esos prejuicios en torno a esta época. ¿Complicado?, usted verá.

Como final, nada mejor que esto: «Si el mundo podía hacerse predecible y comprensible, entonces mejorar los instrumentos que reproducían su funcionamiento era imitar a Dios...». Como he comentado, la Ciencia y la fe en el ecosistema occidental terminarán hallando sus caminos pero también habrá encuentros. Mas para eso habrían de transcurrir algunas centurias.



viernes, 6 de septiembre de 2024

𝗖ó𝗺𝗼 𝗱𝗲𝗰𝗶𝗿𝗹𝗼 𝗱𝗲 𝗼𝘁𝗿𝗼 𝗺𝗼𝗱𝗼

 










Podría decir que es uno de mis libros más preciados… cómo decirlo de otro modo. Y está en mi estantería desde hace unos cuarenta años compartiendo espacio con otros ‘colegas’, pero cada uno en su lugar. Las armas secretas, los cinco relatos; cinco espacios del universo ‘cortaziano’ rodeados del humo de los Gauloises, de madame Francine y monsieur Bébé en ese hábitat con perros malcriados; o la «inútil máscara de las manos juntas» en Cartas de mamá, unas misivas que deberían extraviarse para siempre.

   Con Las babas del diablo, Roberto Michel observa parte de su vida a través del objetivo de una Contax 1.1.2 y de repente, «Uno baja cinco pisos y ya está en el domingo…» y mientras callejea sobre las aceras parisinas, piensa, recuerda y esos ojos descubren una esquina con dos personajes… continúa pensando y concluye, al menos de momento, que «todo mirar resuma falsedad».

   Un saxofón que se pierde –otra vez– y un ‘pájaro’ que se esconde debajo de esa manta atravesada, tanto por su alma como por los aguijonazos de los recuerdos, de cientos de urnas a rebosar de cenizas y sólo una esperando al inquilino. Johnny ha empezado a reírse como hace él, «con una risa más atrás de los dientes y los labios», se abraza a la nada, pero por ahí anda Bruno, un crítico musical con residencia en «mi mundo puritano» aprecia una irritante solidaridad de unos seres a los que poco importa el futuro de quien se está yendo. Afirma el escribidor de las hazañas jazzísticas –y ahí se quita la careta, se queda en pelotas–, que un crítico es «ese hombre que sólo puede vivir de prestado, de las novedades y decisiones ajenas». El perseguidor nunca fue el perseguido.

«Curioso que la gente crea que tender una cama es exactamente lo mismo que tender una cama»Cómo decirlo de otro modo.


martes, 3 de septiembre de 2024

𝗔𝗹𝗮𝗿𝗰ó𝗻, 𝗚𝗮𝗹𝗱ó𝘀, 𝗕𝗮𝘇á𝗻 (𝘆 𝗖𝗲𝗿𝘃𝗮𝗻𝘁𝗲𝘀): 𝗚𝗿𝗶𝘀 𝗼𝘀𝗰𝘂𝗿𝗼 𝘆 𝗰𝗿𝗶𝗺𝗶𝗻𝗮𝗹

 








En literatura, y como si de un geógrafo se tratara, a los puntos cardinales se les conoce por el nombre de fuentes u orígenes, y hasta allí acuden los aprendices de escribidores (suicidas los más, ingenuos muchos y futuros imperfectos sólo unos pocos) con la intención de ‘beber’ (u orientarse) para calmar el ánimo, educar el espíritu o confirmar las sospechas: el suicidio como solución estética y opositar como remedio vital.

   Transcurría la segunda mitad del siglo XIX y mientras Edgar Allan Poe embelesaba a los paisanos con cuervos o gatos negros, un ‘tal’ Pedro Antonio de Alarcón hincaba su particular pica en el Flandes de un género literario, aún, tímidamente gris; la estaca se llamaba El clavo (1853) y se convertía en el primer relato de temática policial en la historia de la literatura española, afirmación con la que, tal vez, no estaría de acuerdo Claire Nicolle Robin, estudiosa de la obra de Pérez Galdós e hispanista, que en el IV Congreso Internacional Galdosiano (1990) presentó una comunicación en la que afirmaba que gracias al relato La incógnita (1889), don Benito ostentaba ese honor porque reunía «los ingredientes de la novela policíaca para plantar un problema en términos modernos: el análisis de una sociedad, de los comportamientos de ciertos individuos en determinadas situaciones, e indagación de los fundamentos profundos de la sociedad, fundamentos en que se asienta gran parte de su solidez, vigencia y posibilidad de recuperación».

   Antes de continuar, creo necesario un alto para incluir una reflexión que entiendo muy interesante, una consideración que sostiene Rosa Navarro Durán (Figueras, 1947), la que fuera catedrática de Literatura española en la Universidad de Barcelona y tras su jubilación, profesora emérita del indicado centro universitario, que afirma que «Cervantes, en sus novelas, utiliza trucos y recursos que luego serán esenciales para la novela policíaca». Así mismo, la gran experta en la obra de Miguel de Cervantes, continúa con su afirmación apuntando que el creador del Quijote también tiene personajes que son auténticos detectives, como la protagonista de La fuerza de la sangre (una de las novelas ejemplares de Cervantes), que es «una mujer estupenda que actúa como un auténtico detective e, incluso, coge una prueba para luego demostrar que lo que ella dice es cierto. Son esos trucos de novela policíaca», concluye. Interesante, ¿verdad que sí? 

Otro paso

   Y en este asunto de saber qué fue antes, es conveniente recordar a Juan Ignacio Ferreras, que en su Estudio de la novela española por entregas: 1840-1900 sitúa en las decimonónicas décadas de los años 40 y 50, la fecha de nacimiento de las novelas de crímenes españolas, deudoras, a su vez, de una serie de relatos costumbristas que habían creado afición. También opina Ferreras en torno al relato de Alarcón, del que afirma que «se aleja de la novela policíaca» porque su carga sentimental y melodramática aproxima esta obra a la tradición de las novelas de crímenes: Policías, crímenes que parecen accidentes o incidentes que aparentan otra cosa ¡Ay, Señor!, el humano ser se tropieza con los sentimientos y con los encasillamientos, que como traviesos elfos, siempre están haciendo de las suyas.

Sobre ese clavo alarconiano habla Emilia Pardo Bazán, una gran admiradora del escritor granadino a quien por El sombrero de tres picos, su obra cumbre, dio en calificar como «el rey de los cuentos españoles», alabanza realizada veintiún años después de que, al parecer se dice, se comenta o rumorea, la coruñesa diera por criticar El clavo al considerarlo una copia de la novela corta Le clou del francés Hippolyte Lucas. No obstante, quién sabe si pudo darse el caso, que no lo sé, de que ambas glorias de las letras hispanas tuvieran la posibilidad de exponer sus argumentos, vaya usted a saber, si en una tertulia o un encuentro casual más allá de los límites de la realidad conocida.

   Pero antes de llegar a Pérez Galdós; ¡anda, ya! ¿don Benito por estos lares?, (amigo Manso, no se sorprenda tanto) no puedo por menos que ralentizar mi recorrido y reconocer que pasear, página tras página por El clavo, fue una grata experiencia, tanto por la aventura como por el diseño de los personajes. Alarcón desplaza la pluma sin estridencias dibujando a un Felipe, narrador y tipo galante, que se reencuentra con su amigo, Joaquín Zarco, juez de Primera instancia, a quien el amor desgarrará su corazón en un triángulo casi perfecto que cierra el singular binomio formado por Gabriela-Blanca. La intriga está a punto de saltar por los aires, porque no se debe olvidar que hay un asesinato de por medio con pieza metálica incluida, y como dice Felipe dirigiéndose al lector, esa es una situación que «os agita ya a vosotros».

   Cuando de una reflexión sobre los orígenes de la novela policíaca española se trata, es posible que se evite mentar al maestro Pérez Galdós, porque es verdad que no es un género que el escritor grancanario tocase con gran interés, pero no es menos cierto que la aproximación al mismo tiene su génesis en el asesinato de la calle de Fuencarral (incluiría el crimen del cura Galeote) y tal como afirma Pedro Ortiz-Armengol en Vida de Galdós, (la biografía de referencia hasta la aparición en 2020 del trabajo de Germán Gullón. Por cierto, ambos textos no son excluyentes) ese terrible suceso puso a don Benito «en la pista de la novela con misterio policíaco y psicológico» y de ahí hasta que escribe La incógnita sólo hay un paso.

   No obstante, un asunto ronda mis atribuladas neuronas cuando se entra en la senda de santificar qué es novela gris, negra o policíaca y qué no, entonces fijo mi dioptrías en el creador de los Episodios Nacionales y me pregunto ¿Cómo calificar, (respetando el consenso general sobre su estilo) ese monumento que lleva por título Misericordia?

   Sin lugar a dudas, al menos para mí, la novela negra (sí, esa que no precisa de vísceras para contar una historia) debe todo su cuerpo ideológico al movimiento realista, ¡y vive Dios! que si hay un maestro en tales lides ése no es otro que don Benito; luego, pasarán muchos años hasta la irrupción a mitad del siglo XX de una serie de escritores españoles que tocan el género como medio para representar la situación sociopolítica nacional… aunque ese es otro asunto.

Pero ¿Qué hace que La incógnita, única novela epistolar de Pérez Galdós, sea considerada como miembro de pleno derecho del género policial? Bueno, el asunto no tiene dudas para Nicolle Robin, que unos párrafos más arriba deja bien claro cual es su pensamiento; todas las del mundo (dudas, claro está) para Ferreras, pasando por un Gonzalo Sobejano que se refiere a que el título «parece alusivo a un misterio de novela policíaca».

   En esto de leer e interpretar lo leído pueden darse tantas explicaciones como agujeros tiene la capa de ozono, y aunque mientras se pasa de una página a otra, escasa pinta policial, criminal o gris oscuro puede hallar el lector, hasta tal punto que, más que una incógnita, sea el desconcierto la sensación que invade el alma, es probable que un leedor de nuestro tiempo (o eso creo) intuya que una estética familiar sobrevuela el texto: El relato galdosiano se asemeja a la cámara subjetiva cinematográfica que en este caso toma prestados los ojos de Manuel Infante, dado que toda la historia pasa por el tamiz de ese personaje (muy suyo) al que el lector podrá conceder el grado de fiabilidad que estime oportuno.

Consumida la lectura de más de la mitad de las cartas, surge esa parte de misterio, y tal como afirma uno de los personajes «la santa verdad no la encontrarás nunca si no bajas tras ella al infierno de las conciencias» y será completamente desvelada (y lo recomiendo de verdad) cuando lea Realidad (1889). Y hasta aquí puedo escribir.

Por cierto, que a Emilia Pardo Bazán le encantó tanto La incógnita, que escribe a su estimado amigo Galdós: «Me he reconocido en aquella señora [se refiere a Augusta] más amada por infiel y trapacera ¡Válgame Dios, alma mía!». Y prosigue doña Emilia añadiendo: «Puedo asegurarte que yo misma no me doy cuenta de cómo he llegado a esto».


Doña Emilia

«Usted necesita hacer cosas que presten a su vida violento interés (…)»; «no viaje usted por tierras; explore almas. No hay vida humana sin misterio (…)». Con estas palabras es difícil no sentir curiosidad por conocer a quién van dirigidas esas afirmaciones tajantes cuando descubrimos que la pluma que las ‘pintó’ estaba sujeta por una de las manos de Emilia Pardo Bazán que dada «su fascinación por el misterio, la tragedia y el crimen como motivo literario la llevaron a incursionar en la literatura de corte policial», hasta el punto de que la crítica especializada la reconoce como «la iniciadora de este género en España», según afirma Concepción Bados Ciria, doctora en Filología hispánica.

   Esa afición por el misterio hunde sus raíces en su colaboración en la revista Ilustración Artística de Barcelona donde en su columna titulada ‘La vida contemporánea’ la escritora gallega se hacía eco de los más diversos hechos crueles. En esos artículos enmarcados en motivos policiales, además de criticar la violencia que engendra la sociedad, Pardo Bazán abrió la puerta en torno a reflexionar sobre la necesidad de reformar el sistema penal, un extremo en el que coincide con Galdós quien en El crimen del cura Galeote apunta la necesidad de crear «manicomios penitenciarios».

En cuanto a que su afición por las noticias de ámbito criminal, por la realidad tal cual, por ejemplo, impidiera que Pardo Bazán no se esforzara en la elaboración de sus obras de ficción, fue un extremo que llegó a tomar carta de naturaleza, hasta tal punto, que el propio Miguel de Unamuno escribió un artículo, poco después de la muerte de la escritora, en el que afirmaba que «Muchas veces le he oído que ella no inventaba ni personajes, ni caracteres, ni situaciones, ni escenas». Como sea que esa duda rondaba antes de su óbito, Bazán la despejó señalando que para el diseño de sus tramas «prefería eximirme del realismo servil» con el fin de tener «más libertad para crear el personaje».

Sigamos pues

Las frases que abren este apartado pardobazaniano provienen de La gota de sangre (1911) que junto a Misterio (1905), La cana (1911), o Belcebú (1913), conforman una parte del bagaje criminal de una de las glorias de la literatura nacional.

No es mi intención destripar, aunque fuera tímidamente, cada uno de estos relatos que tan bien escribió la condesa y cuya lectura recomiendo, pero tampoco me resisto a dejar pasar la oportunidad de paladear algunos momentos de, por ejemplo, La gota de sangre, cuando uno de sus personajes, Ignacio Selva se descuelga con esta afirmación: «Las sombras no están en los crímenes, sino en los entendimientos. Apenas hay crimen sin rastros claros y elocuentes»Y ya que estoy en racha ofrezco esta perla de pura camaradería, cuando Ariza le suelta a su amigo Selva: «No comprendo por qué le interesa mi honor» y sin esperar demasiado recibe la respuesta: «Por espíritu de clase».

Y como sucede con casi todo en esto que han dado en llamar vida, esta pieza que ha reunido un nutrido equipo de consonantes y vocales, llenas de armonía unas veces, y otras no tanto, llega a su final, pero no será antes de recordar lo que, a modo de declaración de intenciones, dijo Emilia Pardo Bazán en 1909, dos años antes de escribir La gota de sangre: «Cuando leo en la prensa el relato de un crimen, experimento deseos de verlo todo; los sitios, los muebles, suponiendo que averiguaría mucho y encontraría la pista del criminal verdadero».



domingo, 11 de agosto de 2024

𝗘𝘀𝗰𝗮𝗹𝗼𝗳𝗿í𝗼 𝘁𝗿𝗶𝗰𝗼𝗹𝗼𝗿

 









   Frente a quienes se han proclamado guardianes de la libertad, cuya antorcha hereda el siguiente comité central, obligado éste a mantener encendido -con puño de acero- el pebetero pese a quien pese y cueste la vida y honra únicamente de los enemigos, surge un nuevo trabajo de investigación que descubre unos hechos en torno a los cuales, la izquierda patria guarda un infame silencio sepulcral… ochenta y ocho años después.

¿Cuál podría ser el asunto del que no dicen ni pío. Que parece que jamás existió y únicamente está ahí porque los fascistas no paran de dar el coñazo llorando como nenazas? ¡Las checas!

Pero…

Violencia roja antes de la Guerra Civil (ESPASA, 2024) Sergio Campos Cacho y José Antonio Martín Otín.

los autores han descubierto que esos centros del horror dieron sus primeros pasos antes de lo que muchos suponían (la madrileña checa de la calle Antillón, 4. Abril de 1936) y de esa grieta comenzó a supurar una ingente cantidad de pus -documentación- que Campos y Martín han sabido manejar con la destreza de un galeno experimentado, porque el hartazgo que generan las loas a la Segunda República es de tal dimensión que resulta ¿increíble? que aún provoque una suerte de hipnosis entre la tropa que mantiene, sin pudor alguno, que aquella época fue una especie de Arcadia (al estilo del Toledo de las tres culturas) a la que se le cortaron las alas para desgracia de nuestra historia.

   Pero si durante la lectura de Violencia roja… no salimos de un espanto para adentrarnos en otro, hay un aspecto que me ha impresionado sobremanera: La juventud de quienes fueron verdugos y víctimas. Unos jóvenes que habían «jugado de pequeños, compartido pillerías», pero que en el transcurso de la barbarie, aquellos que decidieron situarse en el lado de la libertad (FAI) se jactaban de su crueldad: «Los matemos a todos», tal y como recuerda José Moreno Villa, cuyo testimonio apunta que existía una «verdadera ansia de exterminio». Si esto no provoca un escalofrío tricolor, es posible que la sangre esté algo más que congelada, porque esa locura con tintes de psicósis izquierdista que ha empezado a cocinarse mucho tiempo atrás, nada mejor que recordar a Joseph Roth cuando en Fuga sin fin apunta que «La revolución no se hace contra la burguesía, sino contra los panaderos, contra los campesinos, contra los dueños de pequeñas verdulerías, insignificantes carnicerías y criados de hotel sin ningún poder».

   En España, las fuerzas revolucionarias habían comenzado con su estrategia de liberar al oprimido aunque para ello tuvieran que secuestrar, torturar y llenar de plomo (en las checas («fábricas del miedo») con pinta de centros culturales) a quien no estuviera por la labor.



lunes, 29 de abril de 2024

𝗧𝗮𝗹 𝘃𝗲𝘇, 𝗱𝗲𝗺𝗮𝘀𝗶𝗮𝗱𝗼 𝘁𝗮𝗿𝗱𝗲

 










   Malos tiempos para la lírica resultan esos que viven aquellos que deciden no seguir al abanderado; para quienes optan por el verso suelto o la prosa incisiva frente al pensamiento único barnizado con tintes de libertad. Desde hace tiempo asistimos, primero con cierta incredulidad y visto el empeño de quienes llevan adelante su proyecto demencial, aquella ha mutado en cruda realidad que como una gota malaya ha traspasado la cubierta de seguridad, alcanzando de lleno a todo el organismo que creíamos a salvo, al menos en su núcleo, de cualquier intento de entronizar a un mesías, de asentar las bases de un complejo sistema donde cualquier atisbo de razón es considerado un peligro.

Más allá de la Selección Natural. Del lamarckismo biológico al lamarckismo social. (H Cyberpress Editorial, 2023). José María Ayaso y David Crespo.

   Antes de entrar en materia, es imprescindible que destaque el esfuerzos de estos dos escritores, de estos dos hombres, que han elaborado una hipótesis digna de tener en cuenta y que esboza «otra forma de entender la evolución de las sociedades» y donde la colaboración sea el centro de nuestro desarrollo social. Tanto Ayaso como Crespo, han ahondado, en un texto breve pero intenso, en la necesidad de pensar, de aunar fuerzas en torno a quiénes somos; de ir más allá de la anécdota que atesoran algunos sobres de azúcar. Son una rara avis a tener en cuenta.

   En el transcurso de nuestra evolución la especie humana se ha ido autoimponiendo una serie de normas -tabúes- que han ido conformando nuestra forma de ser, que han embridado (o si se prefiere, han metido en cintura la parte animal que nos caracteriza). Ha sido una empresa colosal cimentada a base de aciertos y errores: Nuestra clave para el mejor aprendizaje y así ir avanzando como especie. En tal sentido, los autores recuerdan que la «Ilustración desvinculó la evolución del ser humano de la existencia de los mitos y las creencias», para añadir seguidamente que también «promovió la tolerancia religiosa y cultural». Pero no se puede obviar que en Occidente se está expandiendo un elemento perturbador, el Islam, que hace peligrar nuestro modo de vida y cuyo fin no es otro que socavar los cimientos de todo aquello que hemos asumido como seña de identidad. Y en el caso que nos ocupa, la misma existencia de la Nación.

Y es ahí, donde a través de las páginas de Más allá..., a este lector le surgen dudas en relación a cómo revitalizar las herramientas para una colaboración, dado que en estos tiempos tan obscenos donde campan a sus anchas tribus que dictan normas en beneficio propio pero «por un bien supremo», nos encontramos al borde de ser arrastrados a una cueva sin que ni siquiera podamos acercarnos a un fuego que nos confunda, mientras el viejo griego ha mutado a un sin techo. Hablan también Ayaso y Crespo de la solidaridad y el apoyo mutuo en pos de una «mayor cohesión social y una sensación de pertenencia» y en esa línea recuerdo la reflexión del italiano Marco Marchioni, un viejo marxista y veterano en el trabajo social, que en Planificación social y organización de la comunidad (1989) hablaba de aquellos que aún mantenían «la utopía de una sociedad más justa y una sociedad diferente». Difícilmente y con cierta distancia del discurso del transalpino, cómo se podría encajar la hipótesis que se expone para la discusión cuando somos pasto de una mezcla de indolencia o sentimientos de culpa por el pasado ‘cruel’ originado en la vieja Europa. ¿Cómo encajar a quienes únicamente tienen como guía un mantra en el que ‘los otros’ son simplemente infieles. De qué manera se puede reflexionar pensando en Lamarck, Darwin o John Rawls, ante un panorama donde los de aquí aplauden, cuando no justifican, lo que hace medio siglo era pura barbarie?

   Este ensayo que firman José María Ayaso y David Crespo estructurado en treinta y seis capítulos y que huye de caer en la trampa del texto alambicado, merece todo el apoyo, porque pensar es un trabajo de alto riesgo en la ayer cuna de la razón, y hoy con toda la pinta de haberse convertido en un espantajo.




viernes, 16 de febrero de 2024

𝗖ú𝗺𝘂𝗹𝗼𝘀 𝗱𝗲 𝗲𝘀𝗽𝘂𝗺𝗮

 









  

   Hace tiempo intercambié unos puntos de vista con un crítico literario a la par que buen escritor, en torno a las novelas negra y policíaca a raíz de la siguiente afirmación: «Las novelas de detectives proliferan, al tiempo las novelas de calidad no llegan al público lector». Será por algún tipo de sensibilidad, será porque él no tiene un exceso de querencia por el género o tal vez fruto de mi sorda lucha por diferenciar lo negro de todos aquellos textos que se centran en los portadores de placa, pistola y botella de whisky y terminan liando, tanto a lectores poco iniciados (o no tanto) como a escritores veteranos (unos cuantos), que consideré oportuno matizar. Apunté un par de ejemplos españoles (indiscutibles) de novela negra, refiriéndome a Francisco García Pavón y su inolvidable Plinio y a Julián Ibáñez, Bellón mediante, mientras que en la lista de autores que van dejando huella incluí a quien protagoniza estas líneas.

En su reflexión, el crítico afirmaba que la calidad literaria viene «si es que existe, cuando el autor posee un estilo literario capaz de expresar las realidades anímicas o intelectuales profundas del ser humano». Coincido con su análisis pero en el negociado de las características humanas hay muchas cavernas, tantas como ‘espeleólogos’ en su búsqueda.

La última noche con Edu (M.A.R. Editor, 2024) Enrique Pérez Balsa.

   Es la tercera novela del escritor madrileño. Es otro retrato del ecosistema miserable que nos ha tocado en suerte vivir, pero sobre todo soportar, hasta que las fuerzas se despidan y dejen vidas y haciendas flotando en un charco de mierda. En este caso, el narrador y protagonista sin rival no es otro que Ramos -un hijo de puta- cuya actividad profesional se desarrolla en eso que llaman periodismo del corazón porque bautizarlo como redactor de sentinas sería un insulto al músculo cardíaco. ‘Pepe depósito’ es arte y parte en unas historias, porque la existencia nada tiene que ver con un encefalograma plano, que aúnan la amistad etílica y una poco disimulada oda a la cerveza, la añoranza por el amor, la maldita soledad a la que estamos abonados desde el principio y una suerte de lucha ante la barbarie, porque habría que ser un gran hijo de puta para no sentir el correr de la sangre por las venas… y el tabique nasal, brazo y mano.

   Confiesa Ramos en una aparente pausa, que quiso ser escritor y durante un tiempo vivió el espejismo asociado, devorando a los clásicos y «empapándome de esas grandes historias», hasta el punto de valerse de la pluma para «expresar algo más que frases insidiosas arropadas por adjetivos rimbombantes para llenar la galerada». Porque si hay una característica que destaca en este personaje salido de la ironía, mala leche y un fino sentido del humor de Enrique Pérez Balsa, quien encomienda su alma a Chester Himes, no es otra que su lenguaje pomposo, no sólo cuando ejerce de narrador, sino también cuando le toca los bemoles al que tiene al lado sin reparar en gastos, esto es, en las tundas que recibe de gentes con un grave problema de comprensión (la lectora, también). De ahí que alguien le reproche su lluvia de «sinónimos rebuscados».

   Hay más, pero hasta aquí llego, porque es usted a quien corresponde la lectura de esta novela, mas no me resisto a dejar constancia de una reflexión de Ramos que muestra quién es: «El hígado es la víscera que tengo más voluminosa, si buscaba el corazón, me temo que lo perdí hace años».