En literatura, y como si de un
geógrafo se tratara, a los puntos cardinales se les conoce por el
nombre de fuentes u orígenes, y hasta allí acuden los aprendices de
escribidores (suicidas los más, ingenuos muchos y futuros
imperfectos sólo unos pocos) con la intención de ‘beber’ (u
orientarse) para calmar el ánimo, educar el espíritu o confirmar
las sospechas: el suicidio como solución estética y opositar como
remedio vital.
Transcurría la segunda mitad del
siglo XIX y mientras Edgar Allan Poe embelesaba a los paisanos con
cuervos o gatos negros, un ‘tal’ Pedro
Antonio de Alarcón hincaba
su particular pica en el Flandes de un género literario, aún,
tímidamente gris; la estaca se llamaba El
clavo (1853)
y se convertía en el primer relato de temática policial en la
historia de la literatura española, afirmación con la que, tal vez,
no estaría de acuerdo Claire
Nicolle Robin,
estudiosa de la obra de Pérez
Galdós e hispanista, que en
el IV Congreso Internacional Galdosiano (1990) presentó una
comunicación en la que afirmaba que gracias al relato La
incógnita
(1889), don
Benito ostentaba ese honor
porque reunía «los
ingredientes de la novela policíaca para plantar un
problema en términos modernos: el análisis de una sociedad, de los
comportamientos de ciertos individuos en determinadas situaciones, e
indagación de los fundamentos profundos de la sociedad, fundamentos
en que se asienta gran parte de su solidez, vigencia y posibilidad de
recuperación».
Antes de continuar, creo necesario
un alto para incluir una reflexión que entiendo muy interesante, una consideración que sostiene Rosa
Navarro Durán (Figueras,
1947), la que fuera catedrática de Literatura española en la
Universidad de Barcelona y tras su jubilación, profesora emérita
del indicado centro universitario, que afirma que «Cervantes, en sus
novelas, utiliza trucos y recursos que luego serán esenciales para
la novela policíaca». Así mismo, la gran experta en la obra de
Miguel de Cervantes,
continúa con su afirmación apuntando que el creador del Quijote
también tiene personajes que son auténticos detectives, como la
protagonista de La fuerza
de la sangre (una de las
novelas ejemplares de Cervantes), que es «una
mujer estupenda que actúa como un auténtico detective e, incluso,
coge una prueba para luego demostrar que lo que ella dice es cierto.
Son esos trucos de novela policíaca»,
concluye. Interesante, ¿verdad que sí?
Otro paso
Y
en este asunto de saber qué fue antes, es conveniente recordar a
Juan Ignacio
Ferreras, que en su
Estudio de la novela
española por entregas: 1840-1900 sitúa
en las decimonónicas décadas de los años 40 y 50, la fecha de
nacimiento de las novelas de crímenes españolas, deudoras, a su
vez, de una serie de relatos costumbristas que habían creado
afición. También opina Ferreras en torno al relato de Alarcón, del
que afirma que «se
aleja de la novela policíaca»
porque su carga
sentimental y melodramática aproxima esta obra a la tradición de
las novelas de crímenes: Policías, crímenes que parecen accidentes
o incidentes que aparentan otra cosa ¡Ay, Señor!, el humano ser se
tropieza con los sentimientos y con los encasillamientos, que como
traviesos elfos, siempre están haciendo de las suyas.
Sobre
ese clavo alarconiano habla Emilia
Pardo Bazán, una
gran admiradora del escritor granadino a quien por El
sombrero de tres picos,
su obra cumbre, dio en calificar como «el
rey de los cuentos españoles»,
alabanza realizada veintiún años después de que, al parecer se
dice, se comenta o rumorea, la coruñesa diera por criticar El
clavo al considerarlo
una copia de la novela corta Le
clou del francés
Hippolyte Lucas. No
obstante, quién sabe si pudo darse el caso, que no lo sé, de que
ambas glorias de las letras hispanas tuvieran la posibilidad de
exponer sus argumentos, vaya usted a saber, si en una tertulia o un
encuentro casual más allá de los límites de la realidad conocida.
Pero
antes de llegar a Pérez
Galdós; ¡anda, ya!
¿don Benito por estos lares?, (amigo Manso, no se sorprenda tanto)
no puedo por menos que ralentizar mi recorrido y reconocer que
pasear, página tras página por El
clavo, fue una grata
experiencia, tanto por la aventura como por el diseño de los
personajes. Alarcón desplaza la pluma sin estridencias dibujando a
un Felipe, narrador y tipo galante, que se reencuentra con su amigo,
Joaquín Zarco, juez de Primera instancia, a quien el amor desgarrará
su corazón en un triángulo casi perfecto que cierra el singular
binomio formado por Gabriela-Blanca. La intriga está a punto de
saltar por los aires, porque no se debe olvidar que hay un asesinato
de por medio con pieza metálica incluida, y como dice Felipe
dirigiéndose al lector, esa es una situación que «os
agita ya a vosotros».
Cuando de una reflexión sobre los
orígenes de la novela policíaca española se trata, es posible que
se evite mentar al maestro Pérez Galdós, porque es verdad que no es
un género que el escritor grancanario tocase con gran interés, pero
no es menos cierto que la aproximación al mismo tiene su génesis en
el asesinato de la calle de Fuencarral (incluiría el crimen del cura
Galeote) y tal como afirma Pedro
Ortiz-Armengol en
Vida de Galdós,
(la biografía de referencia
hasta la aparición en 2020
del trabajo de Germán
Gullón. Por cierto, ambos textos no son excluyentes)
ese terrible suceso puso a don Benito «en
la pista de la novela con misterio policíaco y psicológico»
y de ahí hasta que
escribe La incógnita
sólo hay un paso.
No
obstante, un asunto ronda mis atribuladas neuronas cuando se entra en
la senda de santificar qué es novela gris, negra o policíaca y qué
no, entonces fijo mi dioptrías en el creador de los Episodios
Nacionales y me pregunto ¿Cómo calificar, (respetando el consenso
general sobre su estilo) ese monumento que lleva por título
Misericordia?
Sin
lugar a dudas, al menos para mí, la novela negra (sí, esa que no
precisa de vísceras para contar una historia) debe todo su cuerpo
ideológico al movimiento realista, ¡y vive Dios! que si hay un
maestro en tales lides ése no es otro que don Benito; luego, pasarán
muchos años hasta la irrupción a mitad del siglo XX de una serie de
escritores españoles que tocan el género como medio para
representar la situación sociopolítica nacional… aunque ese es
otro asunto.
Pero
¿Qué hace que La
incógnita, única
novela epistolar de Pérez Galdós, sea considerada como miembro de
pleno derecho del género policial? Bueno, el asunto no tiene dudas
para Nicolle Robin, que unos párrafos más arriba deja bien claro
cual es su pensamiento; todas las del mundo (dudas, claro está) para
Ferreras, pasando por un Gonzalo
Sobejano que se refiere a
que el título «parece
alusivo a un misterio de novela policíaca».
En
esto de leer e interpretar lo leído pueden darse tantas
explicaciones como agujeros tiene la capa de ozono, y aunque mientras
se pasa de una página a otra, escasa pinta policial, criminal o gris
oscuro puede hallar el lector, hasta tal punto que, más que una
incógnita, sea el desconcierto la sensación que invade el alma, es
probable que un leedor de nuestro tiempo (o eso creo) intuya que una
estética familiar sobrevuela el texto: El relato galdosiano se
asemeja a la cámara subjetiva cinematográfica que en este caso toma
prestados los ojos de Manuel Infante, dado que toda la historia pasa
por el tamiz de ese personaje (muy suyo) al que el lector podrá
conceder el grado de fiabilidad que estime oportuno.
Consumida la lectura de más de la mitad de las
cartas, surge esa parte de misterio, y tal como afirma uno de los
personajes «la
santa verdad no la encontrarás nunca si no bajas tras ella al
infierno de las conciencias»
y será completamente
desvelada (y lo recomiendo de verdad) cuando lea Realidad
(1889). Y hasta aquí
puedo escribir.
Por
cierto, que a Emilia
Pardo Bazán le
encantó tanto La
incógnita, que escribe
a su estimado amigo Galdós: «Me
he reconocido en aquella señora [se
refiere a Augusta] más
amada por infiel y trapacera ¡Válgame Dios, alma mía!».
Y prosigue doña Emilia
añadiendo: «Puedo
asegurarte que yo misma no me doy cuenta de cómo he llegado a esto».
Doña
Emilia
«Usted
necesita hacer cosas que presten a su vida violento interés (…)»;
«no
viaje usted por tierras; explore almas. No hay vida humana sin
misterio (…)».
Con estas palabras es
difícil no sentir curiosidad por conocer a quién van dirigidas esas
afirmaciones tajantes cuando descubrimos que la pluma que las ‘pintó’
estaba sujeta por una de las manos de Emilia Pardo Bazán que dada
«su
fascinación por el misterio, la tragedia y el crimen como motivo
literario la llevaron a incursionar en la literatura de corte
policial», hasta
el punto de que la crítica especializada la reconoce como
«la iniciadora de este género en España»,
según afirma Concepción
Bados Ciria, doctora
en Filología hispánica.
Esa
afición por el misterio hunde sus raíces en su colaboración en la
revista Ilustración
Artística de Barcelona donde
en su columna titulada ‘La vida contemporánea’ la escritora
gallega se hacía eco de los más diversos hechos crueles. En esos
artículos enmarcados en motivos policiales, además de criticar la
violencia que engendra la sociedad, Pardo Bazán abrió la puerta en
torno a reflexionar sobre la necesidad de reformar el sistema penal,
un extremo en el que coincide con Galdós quien en El
crimen del cura Galeote apunta
la necesidad de crear «manicomios
penitenciarios».
En
cuanto a que su afición por las noticias de ámbito criminal, por la
realidad tal cual, por ejemplo, impidiera que Pardo Bazán no se
esforzara en la elaboración de sus obras de ficción, fue un extremo
que llegó a tomar carta de naturaleza, hasta tal punto, que el
propio Miguel de
Unamuno escribió un
artículo, poco después de la muerte de la escritora, en el que
afirmaba que «Muchas
veces le he oído que ella no inventaba ni personajes, ni caracteres,
ni situaciones, ni escenas».
Como sea que esa duda
rondaba antes de su óbito, Bazán la despejó señalando que para el
diseño de sus tramas «prefería
eximirme
del realismo servil» con el fin de tener «más
libertad para crear el personaje».
Sigamos
pues
Las frases que abren este apartado
pardobazaniano provienen de La
gota de sangre (1911)
que junto a Misterio
(1905), La
cana (1911), o
Belcebú (1913),
conforman una parte del bagaje criminal de una de las glorias de la
literatura nacional.
No
es mi intención destripar, aunque fuera tímidamente, cada uno de
estos relatos que tan bien escribió la condesa y cuya lectura
recomiendo, pero tampoco me resisto a dejar pasar la oportunidad de
paladear algunos momentos de, por ejemplo, La
gota de sangre, cuando
uno de sus personajes, Ignacio Selva se descuelga con esta
afirmación: «Las
sombras no están en los crímenes, sino en los entendimientos.
Apenas hay crimen sin rastros claros y elocuentes». Y
ya que estoy en racha ofrezco esta perla de pura camaradería, cuando
Ariza le suelta a su amigo Selva: «No
comprendo por qué le interesa mi honor»
y sin esperar demasiado
recibe la respuesta: «Por
espíritu de clase».
Y
como sucede con casi todo en esto que han dado en llamar vida, esta
pieza que ha reunido un nutrido equipo de consonantes y vocales,
llenas de armonía unas veces, y otras no tanto, llega a su final,
pero no será antes de recordar lo que, a modo de declaración de
intenciones, dijo Emilia Pardo Bazán en 1909, dos años antes de
escribir La gota de
sangre: «Cuando
leo en la prensa el relato de un crimen, experimento deseos de verlo
todo; los sitios, los muebles, suponiendo que averiguaría mucho y
encontraría la pista del criminal verdadero».