martes, 5 de noviembre de 2024

𝗕𝗿𝗶𝗹𝗹𝗼 𝗺𝗲𝗱𝗶𝗲𝘃𝗮𝗹


 








   Existieron aparentes oscuridades que brillaron más que el sol a pesar del empeño secular en mantener lo contrario. De entre negros nubarrones que prendieron en el imaginario colectivo amén de celeste, surgió una suerte de brillo que los herederos de aquellos extraordinarios  amanuenses, hemos ido descubriendo, separando el polvo de la paja. Parece que la afición a crear leyendas negras siempre ha gozado de buena salud.

La luz de la Edad Media (Ático de los libros, 2024) Seb Falk.

Adentrarse en los recovecos de un periodo histórico tan largo que abarca, según el consenso de los especialistas (sean muchos, pocos o demasiados, aquí es un asunto irrelevante) desde el siglo V hasta el XIV tiene su miga, pero si además el tema de estudio se centra en los avances científicos, nos encontramos ante un mundo apasionante.

Que el autor sea británico tiene su importancia porque durante la lectura surge ese espíritu isleño cuya detección tal vez está fuera del alcance del profano pero con un poco de mala leche lectora y recurriendo a colegas de otros ámbitos literarios, una suerte de ombliguismo asoma la nariz. No obstante, lo cortés no resta interés al texto.

Sirva como uno de los ejemplos que señala Falk en cuanto esa luz medieval, el trabajo de Paladio, un terrateniente romano del siglo IV, entre cuyas aportaciones en el avance del conocimiento destaca «un manual práctico de agricultura científica» de los últimos tiempos del Imperio romano. Pero ahí no queda todo, porque Rutilio Tauro Emiliano, que así se llamaba, advirtió sobre la toxicidad de las tuberías de plomo, aunque tales peligros, todo hay que decirlo, fueron detectados en el año 2000 a.C.

Esos números

Transcurría el siglo XII y nos hallamos en un periodo de transición entre la numeración romana y la indoarábiga (del 0 al 9) que arraiga en el occidente latino, una etapa que, indica el autor, es un gran ciclo «para la traducción científica cristiana» en el que destaca el trabajo de los eruditos de España y el sur de Italia quienes se vuelcan en la traducción al latín de las obras «más importantes del saber árabe y griego». Pero dicho esto, conviene recordar un aspecto fundamental para comprender cómo asume el cristianismo los avances científicos en una época que siempre se nos ha presentado como oscura, terrible y rebosante de cualquier horror imaginable. Si bien es cierto, que las aportaciones al conocimiento desde el mundo árabe-islámico son indiscutibles, siempre bajo la atenta mirada de la fe al igual que sucede entre los cristianos, resulta que con el paso del tiempo, de mucho, los primeros llegan a la conclusión, tal vez allá por el siglo VIII de nuestra era, de que habían obtenido las respuestas a sus dudas y que Dios era la única explicación a todo, fuera ese absoluto el cielo y la cama; el Derecho y la guerra.

Por contra, el desarrollo occidental desde el descubrimiento del astrolabio cuando rondaba el siglo I a.C. en la Grecia helenística hasta el año 1270 cuando los artesanos que trabajan para Alfonso X El Sabio -¡Sorpresa! España, otra vez-, descubren el mecanismo del reloj, como el resto de avances tecnológicos fruto del empeño de monjes, cuya inspiración proviene del Señor, irán separando, lenta pero inexorablemente, a Dios del hombre. Porque evidentemente los tímidos impulsos en el conocimiento eran indisociables de la fe, y un buen ejemplo lo ofrece Gregorio, el obispo de Tours, quien «a finales del siglo VI» escribe El curso de las estrellas, una guía que daba un «uso explícitamente religioso a la astronomía clásica», fruto de un arduo proceso de investigación.

Como indicaba, la separación de lo divino y lo terrestre costó mucho, pero jamás debe olvidarse cada uno de los pasos y su contexto histórico, de lo contrario sólo hay trampas al solitario. Espero que se entienda esta digresión.

Podría describir la importancia del monasterio de Ripoll (Gerona) que durante el siglo XI y junto a otros, tomaron la senda abierta desde el mundo árabe en torno al avance de los instrumentos científicos así como el papel que jugó Isidro, obispo de Sevilla, que se encarga de popularizar las siete artes liberales. ¡Hay tanto, mucho!

No obstante, todo debe concluir y en eso estoy ahora. Sólo cabe añadir que el texto objeto de este espacio es denso, requiere una adecuada dosis de sosiego y sacudirse, quien los tenga, esos prejuicios en torno a esta época. ¿Complicado?, usted verá.

Como final, nada mejor que esto: «Si el mundo podía hacerse predecible y comprensible, entonces mejorar los instrumentos que reproducían su funcionamiento era imitar a Dios...». Como he comentado, la Ciencia y la fe en el ecosistema occidental terminarán hallando sus caminos pero también habrá encuentros. Mas para eso habrían de transcurrir algunas centurias.



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