jueves, 17 de febrero de 2022

Poesía de sangre

El Charolito sólo se fiaba de su polla.

A lo largo de mi vida sólo he asistido a una corrida de toros. El hecho ocurrió cuando la década de los setenta barruntaba su final y el coso que visité no fue otro que la plaza de toros de Gran Canaria, ésa, cuyo esqueleto se podía apreciar cuando se viajaba por la autopista del Sur y de la que no queda ni el mínimo recuerdo…

al menos hasta que he tenido la fortuna de leer la novela que protagoniza estas líneas.

Sed de champán (1999) de Montero González.

Un texto que podría ser la descripción de una tarde en Las Ventas no sin ciertas premuras sobre todo si el Charolito, genio y figura del relato, estuviera merodeando el lugar, algo que es probable que no ocurra por culpa de una maldita noche. No obstante, el paisanaje que reúne el autor es una suerte de entorno cerrado digno de un sainete, heredero del esperpento y deudor de erecciones varias con un lenguaje lleno de faenas no hechas para el primer espontáneo que surja del frío, so pena de acabar como «una bombilla pelona ahorcada al techo».

Retrata Montero lo que él llama «la geografía de la hipodérmica» con esa fila de muertos vivientes atravesando la «emecuarenta» sin mirar los coches que van ni los que vienen, dejando a su paso un reguero de sangre pestilente y vísceras sin pasado; habla del puterío fino que tanto gusta a quien puede y quiere; como se vislumbra la oferta para quienes no pudiendo quisieran catar y luego terminar en el «cortijo de los ausentes». Incluso, el Charolito cuenta a Carmelilla el proceso que desemboca en tener la peor suerte, proeza que disfruta el tal Mostaza a quien perseguía un «espectro moralista». O qué decir del Tinajilla, experto en ofrecer unos navajazos que «son cuchilladas profundas, hasta donde pone Albacete». 


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