El Charolito sólo se fiaba de su polla.
A lo largo de mi vida sólo he asistido a una corrida de toros. El hecho ocurrió cuando la década de los setenta barruntaba su final y el coso que visité no fue otro que la plaza de toros de Gran Canaria, ésa, cuyo esqueleto se podía apreciar cuando se viajaba por la autopista del Sur y de la que no queda ni el mínimo recuerdo…
O al menos hasta que he tenido la fortuna de leer la novela que protagoniza estas líneas.
Sed de champán (1999) de Montero González.
Un texto que podría ser la descripción de una tarde en Las Ventas no sin ciertas premuras sobre todo si el Charolito, genio y figura del relato, estuviera merodeando el lugar, algo que es probable que no ocurra por culpa de una maldita noche. No obstante, el paisanaje que reúne el autor es una suerte de entorno cerrado digno de un sainete, heredero del esperpento y deudor de erecciones varias con un lenguaje lleno de faenas no hechas para el primer espontáneo que surja del frío, so pena de acabar como «una bombilla pelona ahorcada al techo».
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