El libro había
desaparecido ante los atónitos ojos de Galdós. Tras una intensa búsqueda, las
pistas lo condujeron a la calle El Aduaz. Desde allí se desplazó hacia Antón
Caballero, donde una amable doctor Centeno le dio un rastro que siguió, entre
el bullicio proveniente de Ayacuchos.
Desanimado, cruzó el Infinito y en una acogedora
plaza, junto a un banco y una fuente, halló unos ojos que devoraban esas
páginas. Y Don Benito, sonrió.
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