miércoles, 22 de enero de 2025

𝗚𝗮𝗯𝗶𝗿𝗿𝗼

 










Una parte de los humanos actuales vivíamos convencidos de que tras superar aquel estadio de incertidumbres y miedos en el que nuestros antepasados se veían atrapados cuando los cielos tronaban y las lluvias torrenciales eran implacables, creyendo que tales acontecimientos no eran otra cosa que la manifestación del estado de ánimo de unas fuerzas sobrehumanas cabreadas porque no daban una a derechas (ejem), surgen nuevos terrores patrocinados por aprendices de brujos climáticos, por apologetas del fin de los tiempos, que en nombre de un trampantojo de vivos colores han desplegado todo un arsenal de mentiras. O levantamos la mirada y plantamos cara a esta barbarie o nuestra será la responsabilidad del propio exterminio.

Lupus Deus, El dios lobo. (Almuzara, 2024) de Fernando López-Mirones.

El autor es un buen pedagogo y eso se nota desde las primeras líneas, pero también es un científico (lo recuerdo por si acaso), aspecto éste más que patente a lo largo de un texto bien estructurado, de un ensayo que no abusa del dato porque sí; pero el pontevedrés, además de lo dicho, reflexiona con el conocimiento que atesora y la intensidad adecuada en estos tiempos rebosantes de ‘expertos’ melifluos que se hunden en una ‘siensia’ que ha sacrificado en su altar particular cualquier atisbo de ciencia y de su indisociable conexión con Dios. Aquí hay alguna explicación Brillo medieval

A lo largo de las páginas, López-Mirones va separando la paja (la farsa climática, animalista y covidiana) que ha diseñado una suerte de «coartada moral» donde el hombre es prescindible y los animales resultan las nuevas deidades, del grano que proviene de nuestras leyendas y nuestra creencia en Dios frente a esos malabaristas cuyo objetivo es la «alienación de la necesidad humana de trascendencia religiosa».

Y creo que no hay mejor momento para recordar a Pío Baroja durante una tertulia celebrada en el Nuevo Café de Levante, allá por el año de Nuestro Señor de 1904, cuando hace referencia a lo que él entiende como las siete clases de españoles que existen.

«Los que no saben; los que no quieren saber; los que odian el saber; los que sufren por no saber; los que aparentan que saben; los que triunfan sin saber, y los que viven gracias a que los demás no saben». Incluya usted al resto del Occidente idiotizado, sobre todo aquel que habita el ecosistema anglosajón con un recuerdo especial para los escandinavos, si es que las solajeras que se pillan en España les permite discernir en torno a la gravedad de algo que no sean sus lamentables quemaduras. En fin.

Este tiempo que nos ha tocado en suerte, donde el amor fuera de control hacia los animales está alcanzando situaciones patéticas hasta el punto de que asistimos a la irrupción de lo que López-Mirones llama «mascotismo ilustrado», se hace imperativo indagar en «la profundidad del pensamiento de nuestros ancestros como origen del nuestro», de tal manera que habrá que «estudiar los mitos con el respeto que merecen», siendo esta afirmación uno de los puntales sobre los que el autor edifica todo su discurso, porque sin el conocimiento que nos ofrece el estudio del pasado somos presa fácil para los pastores de la «nueva religión» del no tendrás nada y serás feliz. Porque empeñarse, como así están los iluminados, en convertir al lobo en un dios, esconde la «idea de humanizar a los animales» mientras se pierde la atención sobre el objetivo último: «Animalizar a los humanos».

Pensar se ha convertido en un ejercicio de riesgo cuando, además, se tiene la ‘insolencia’ de compartir las opiniones, pero si lo que se pretende es vivir y no arrastrar una existencia bochornosa, será mejor desbrozar el bosque woke.


domingo, 19 de enero de 2025

𝗔𝗹𝗺𝗮 𝗼𝘀𝗰𝘂𝗿𝗮 𝗰𝗼𝗻 𝗼𝗹𝗼𝗿 𝗮 𝗰𝗮𝗺𝗲𝗹𝗶𝗮𝘀

 











Los hombres, no soy amigo de desdoblar el sustantivo, somos los únicos seres vivos capaces de torturar por placer, de diseñar horrendas experiencias físicas y psicológicas con el único fin de doblar la voluntad del sujeto. De hundirlo en una suerte de fosa abisal de la que jamás, y ahí se encuentra el éxito, podrá hallar el camino de vuelta. Y como una obra humana que es, existe una gradación, que como un tobogán, aplicará supuestos respiros que la víctima entienda como un puerta para su salvación. Craso error.

Mas en todo la relacionado con la maldad conviene recordar que la misma habita en un ecosistema plagado de un sinfín de variantes.

La casa de las bellas durmientes (1961) de Yasunari Kabawata.

La relación que los japoneses mantienen con el sexo es cuando menos singular vista desde una perspectiva occidental, pero si hubiera que acudir a un periodo histórico en el que hallar explicaciones, parece que aquél no sería otro que la época Edo, datada entre el 1603 y 1868, donde se ubica la querencia por la pornografía, desde ahí saltamos hasta la segunda mitad del siglo XX, concretamente en 1956 donde todavía la prostitución era legal, si bien, con la ocupación estadounidense, los yanquis deciden aplicar su visión de la moral para atraer a los hijos del sol naciente al redil de las buenas costumbres articulando la ley Baishun Bóshi Hō, que pone fin a tal ‘desenfreno’, pero una cosa es el espíritu del legislador y otra bien distinta la aplicación de la misma: Bueno, eso sería otra historia. O tal vez, no.

El relato que ocupa a Kabawata, Premio Nobel de Literatura en 1968 y amigo y mentor del escritor Yukio Mishima, habla de la soledad de Iguchi, un sesentón que acude a sus recuerdos, entre ellos aquellos que tenían que ver con todas esas noches ingratas que había pasado con mujeres. Y es su relación con las féminas y sobre todo, el universo que describe el también autor de La bailarina de Izu, el que despeña al lector hacia un inframundo, que a pesar de estar envuelto entre los aromas de camelias no puede tapar un insoportable hedor.

Cuando el narrador se pregunta si puede haber algo más desagradable que un viejo acostado durante toda la noche junto a una muchacha narcotizada, inconsciente; cuando el protagonista yace junto a esa joven y con el paso del tiempo su cerebro es pasto de unos impulsos que generan en Iguchi las ganas de hacerlos realidad, viene a la memoria lo que apuntaba al comienzo de esta reflexión e incluso hace revivir, aunque sea por aproximación un hecho que ha conmocionado a Francia.

Es un tipo de provecta edad, lo sabe y vive atormentado, aunque «para que no se avergonzara de un viejo que ya no era hombre, [la joven] había sido convertida en juguete viviente». Qué decir de Kiga, un ser que había dicho a Eguchi que «sólo podía sentirse vivo cuando se hallaba junto a una muchacha narcotizada».

Aunque la ficción jamás podrá superar la realidad, no es menos cierto que aquella nutre el arsenal de las almas podridas.