Existieron aparentes oscuridades que
brillaron más que el sol a pesar del empeño secular en mantener lo
contrario. De entre negros nubarrones que prendieron en el imaginario
colectivo amén de celeste, surgió una suerte de brillo que los
herederos de aquellos extraordinarios amanuenses, hemos ido
descubriendo, separando el polvo de la paja. Parece que la afición a
crear leyendas negras siempre ha gozado de buena salud.
La luz de la Edad Media
(Ático de los libros, 2024) Seb Falk.
Adentrarse en los recovecos de un
periodo histórico tan largo que abarca, según el consenso de los
especialistas (sean muchos, pocos o demasiados, aquí es un asunto
irrelevante) desde el siglo V hasta el XIV tiene su miga, pero si
además el tema de estudio se centra en los avances científicos, nos
encontramos ante un mundo apasionante.
Que el autor sea británico tiene su
importancia porque durante la lectura surge ese espíritu isleño
cuya detección tal vez está fuera del alcance del profano pero con
un poco de mala leche lectora y recurriendo a colegas de otros
ámbitos literarios, una suerte de ombliguismo asoma la nariz. No
obstante, lo cortés no resta interés al texto.
Sirva como uno de los ejemplos que
señala Falk en cuanto esa luz medieval, el trabajo de Paladio, un
terrateniente romano del siglo IV, entre cuyas aportaciones en el
avance del conocimiento destaca «un
manual práctico de agricultura científica»
de los últimos tiempos del Imperio romano. Pero ahí no queda todo,
porque Rutilio Tauro Emiliano, que así se llamaba, advirtió sobre
la toxicidad de las tuberías de plomo, aunque tales peligros, todo
hay que decirlo, fueron detectados en el año 2000 a.C.
Esos números
Transcurría el siglo XII y nos
hallamos en un periodo de transición entre la numeración romana y
la indoarábiga (del 0 al 9) que arraiga en el occidente latino, una
etapa que, indica el autor, es un gran ciclo «para
la traducción científica cristiana»
en el que destaca el trabajo de los eruditos de España y el sur de
Italia quienes se vuelcan en la traducción al latín de las obras
«más importantes del
saber árabe y griego».
Pero dicho esto, conviene recordar un aspecto fundamental para
comprender cómo asume el cristianismo los avances científicos en
una época que siempre se nos ha presentado como oscura, terrible y
rebosante de cualquier horror imaginable. Si bien es cierto, que las
aportaciones al conocimiento desde el mundo árabe-islámico son
indiscutibles, siempre bajo la atenta mirada de la fe al igual que
sucede entre los cristianos, resulta que con el paso del tiempo, de
mucho, los primeros llegan a la conclusión, tal vez allá por el
siglo VIII de nuestra era, de que habían obtenido las respuestas a
sus dudas y que Dios era la única explicación a todo, fuera ese
absoluto el cielo y la cama; el Derecho y la guerra.
Por contra, el desarrollo occidental
desde el descubrimiento del astrolabio cuando rondaba el siglo I a.C.
en la Grecia helenística hasta el año 1270 cuando los artesanos que
trabajan para Alfonso X El Sabio -¡Sorpresa! España,
otra vez-,
descubren el mecanismo del reloj, como el resto de avances
tecnológicos fruto del empeño de monjes, cuya inspiración proviene
del Señor, irán separando, lenta pero inexorablemente, a Dios del
hombre. Porque evidentemente los tímidos impulsos en el conocimiento
eran indisociables de la fe, y un buen ejemplo lo ofrece Gregorio,
el obispo de Tours, quien «a
finales del siglo VI»
escribe El curso de las estrellas, una guía que daba un «uso
explícitamente religioso a la astronomía clásica», fruto
de un arduo proceso de investigación.
Como indicaba, la separación de lo
divino y lo terrestre costó mucho, pero jamás debe olvidarse cada
uno de los pasos y su contexto histórico, de lo contrario sólo hay
trampas al solitario. Espero que se entienda esta digresión.
Podría describir la importancia del
monasterio de Ripoll (Gerona) que durante el siglo XI y junto a
otros, tomaron la senda abierta desde el mundo árabe en torno al
avance de los instrumentos científicos así como el papel que jugó
Isidro, obispo de Sevilla, que se encarga de popularizar las siete
artes liberales. ¡Hay tanto, mucho!
No obstante, todo debe concluir y en
eso estoy ahora. Sólo cabe añadir que el texto objeto de este
espacio es denso, requiere una adecuada dosis de sosiego y sacudirse,
quien los tenga, esos prejuicios en torno a esta época.
¿Complicado?, usted verá.
Como final, nada mejor que esto: «Si
el mundo podía hacerse predecible y comprensible, entonces mejorar
los instrumentos que reproducían su funcionamiento era imitar a
Dios...». Como
he comentado, la Ciencia y la fe en el ecosistema occidental
terminarán hallando sus caminos pero también habrá encuentros. Mas
para eso habrían de transcurrir algunas centurias.